El blog de Emilio López Medina


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Emilio López Medina (Jódar, Jaén, 1946) ha sido profesor de Filosofía en la Universidad de Jaén. Paralelamente a su labor académica fue desarrollando una constante actividad literaria que comenzó con la publicación de la pieza de teatro Faustino (Segundo Premio «Plaza Mayor» de la Casa de España, París, 1984) y que tiene su continuidad en obras de aforismos y pensamientos breves, entre las que se encuentran: El dolor (2011), La ambición (2013, 2017), 69 aforismos porno & 96 aforismos antisexistas (2016), Pensamientos (mínimos) de un escéptico en materia de filosofía (2018) y El arte jovial (Libros al Albur). Asimismo, es coautor en la obra Fili Mei, sobre la paternidad (2018). Ha sido incluido en las antologías Verdad y media. Antología de aforismos españoles del Siglo XXI (a cargo de León Molina, 2017) y Enciclopedia de libros españoles de aforismos, 2010-2018 (El Aforista, 2018).
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La sabiduría no domesticada

“Se puede decir que el niño está relativamente al hombre en general mucho más cerca del pecado original” (Baudelaire). Yo siempre había pensado todo lo contrario, pero cuando a las seis de la mañana, a las dos horas de la muerte de mi padre y ante su mortaja, un vecinillo se presentó pidiendo, de la manera más normal del mundo, los balones que mi padre le había secuestrado en vida y que mi madre le había prometido devolver cuando éste no se diera cuenta, comprendí la naturaleza inicial del hombre; naturaleza que no era precisamente ni la maldad de Baudelaire (o del propio cristianismo) ni la bondad de Rousseau, sino la pura y simple simplura.

El niño se me apareció entonces ─y desde entonces─ como un ser cuya mente estaba, no en el pecado, sino en el Caos primigenio, antes de la aparición de las leyes de la Naturaleza y de la Sociedad. ¿Cómo, si no es con los ojos puros de un niño, podría apreciarse lo extravagante y fuera de toda razón del orden mismo de los hombres, pero también de la Naturaleza? Que, por ejemplo, la aparición de otro niño ─por ceñirme a otro caso que interesa mucho a ellos─, la aparición ¡de un ser humano!, se haga por la vagina de una mujer ─cosa extraña donde las haya─ y no por simple estallido de la barriga o, más lógico aún, por un vómito cualquiera… Decidme si la ingenuidad, la mirada limpia de estas criaturas, no es la mirada de la otra verdad sobre las cosas.

Pero precisamente por ello, y porque al mismo tiempo es un ser dotado de lenguaje, el niño tiene la posibilidad de expresar ese juicio primordial de lo elemental. De ahí la sabiduría certera que puedan encerrar algunas de sus observaciones y preguntas: la sabiduría de las preguntas primeras, del porqué y del cómo se ha llegado a configurar un tipo tal de realidad o unos tipos de relaciones entre los hombres como las que tenemos. Por esto, y por mucho más, hay que tener el coraje de hacer caso a los niños. Sencillamente porque es una lucidez complementaria a nuestra certidumbre del orden, y su asombro es un asombro idéntico al que, según el mismísimo Aristóteles, da lugar a la filosofía y la ciencia. Si no, pensad un momento: ¿qué no pocas y grandiosas teorías político-sociales podrían escribirse a partir del asombro (infantil) de que ¡un trozo de la Naturaleza, nada menos! ─es decir, los olivos─, sean propiedad de un particular?

Comoquiera que, sin embargo, un ser de tal simplicidad necesariamente ha de naufragar en la inmensidad de lo complejo de la Naturaleza y la Sociedad, la Educación se propone precisamente adiestrarle y prepararle en el conocimiento de ese mundo complejo, que está ya dado como realidad y que hay que aceptar ─esto son lentejas…─, con una doble intención: con la intención de que llegue a dominar su funcionamiento y, secundariamente, la de evitar que la ignorancia de ese funcionamiento y sus trampas le causen dolor y sufra (por ejemplo, dándole un uso “indebido” al dinero propio o al que hay encima del mostrador de un banco, etc.)… Y, encima, si es posible, haciéndole abogado de tal orden social.

Esta es la causa de ese olvido de las cuestiones primeras, que una Educación que se preciare jamás podría olvidar, porque en ellas está el principio del saber; y no sólo a nivel ontogenético, sino incluso a nivel filogenético, pues con ellas empezó a formarse el espinazo de la Cultura. (Aquella pregunta de Anaxágoras de “por qué el pelo nace del no pelo” es mismamente la pregunta de un niño, mismamente el origen de toda la ciencia bioquímica). Por eso yo, cada vez que me planteo una cuestión filosófica siempre regreso a los presocráticos, es decir, a la niñez de la Humanidad, cuando el hombre se preguntaba lisa y llanamente: "¿de dónde viene todo?" (antes de que se estableciera como filosofía oficial el Dios judeocristiano, naturalmente)… Y es que el saber hay que cogerlo asilvestrado aún, como las frutas del árbol: antes de su manipulación, transformación y facturación por la Academia; antes de que sea desnaturalizado con colorantes, conservantes, espesantes y edulcorantes culturales.




El buffet de las palabras 

El lenguaje viene a ser como un gran buffet del que el camarero elige libremente el menú según los gustos del consumidor, pero también según sus propios gustos, según el estómago del personal y según el conocimiento que tenga de los platos ofrecidos..., así como de los venenos del aparador de al lado. Por ejemplo, si ofrece un discurso sobre el trabajo, puede decir de él que son los esponsales del hombre con la Naturaleza, o las consabidas opiniones de que es un robo (a la Naturaleza o a otros hombres), o un castigo, o es salud, o que es una maldición o una dignificación, o una fuente de felicidad o de alienación... Polifonía polisémica ésta del lenguaje.

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Hablar y escribir sin decir nada es la suprema expresión de la inteligencia. Si encima se es capaz de escribir de una manera eruditamente complicada y con apariencia de decir cosas profundas, es ya su quintaesencia (i.e. la quintaesencia de la suprema expresión de la inteligencia). Por el contrario, escribir expresando algo que se corresponda con una realidad inteligible o contrastable es ejercicio simple de intelectos simples o de escaso nivel, pues simple y sencillo es poner las palabras correspondientes a la estructura lógica de un razonamiento o a la descripción de un objeto, un hecho o una realidad física o mental. Es, como digo, ejercicio de personas poco inteligentes, pues si las cosas tienen su lógica, entonces es más fácil captar esa lógica que crearse una nueva. Luego es más fácil ser lógicos y razonables que ser absurdos. Luego encubrir la vacuidad o el disparate o hacer sofismas tiene más mérito. Si, retorciéndose sobre sí, esto se manifiesta, además, en forma de una bella coherencia, se habrá logrado elevarla a la categoría de arte (circense, desde luego, que es el arte de las contorsiones ... y de los charlatanes que animan y glorían ante el público tales enroscamientos). Y en esto, como siempre, me acuerdo de alguien: es este caso de Molière, quien decía: "El que habla de modo que siempre lo entiendan habla bien". Naturalmente, como la Humanidad ha progresado, quien tal hiciera ahora, sobre todo en el campo de la Filosofía, sería un imprudente, si no un suicida.

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Todos aprenden las palabras con igual facilidad. Pero aprender su importancia… esto cuesta un poquito más.




La historia y sus protagonistas

El mayor deshonor que pueda cometer un individuo consigo mismo es el falseamiento de la Historia, por la absoluta indefensión de los que son juzgados y, así, por la absoluta injusticia que llegaría a cometer. El historiador puede de esta manera convertirse en el mayor tirano y déspota sobre la vida de los individuos y, en definitiva, en un traidor a su misma sociedad, en cuanto lo sea a su Historia.

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La Historiografía, la Ciencia de la Historia ─con sus tendencias ideológicas, con sus falseamientos─ es la guerra, no ya sólo por otros medios, sino además continuada e infinita con los que ya están muertos. En ese sentido, los historiadores hacen el oficio, además de enterradores, de guardianes de los cementerios.

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“En la Historia se habla poco, demasiado poco, de animales” (Canetti). Pero se habla bastante de la animalidad del hombre, sobre todo de los animales políticos. No hace otra cosa. ¿Acaso la Historia, la historia escrita, la Historia escolar, habla de verdadera humanidad como, por ejemplo, de los descubridores de la vacuna de la poliomielitis o del médico (español por cierto, Francisco Javier Balmis) que llevó la vacuna de la viruela a América y a Asia? ¿Acaso saben siquiera su nombre esos escolares y sus profesores a quienes, encima, les salvó de la enfermedad, y quizás de la muerte, a ellos y a sus hijos?

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La mayor frivolidad de una sociedad es el olvido de la verdadera Historia, de la Historia de la Cultura, porque constituye de hecho un desprecio y un desagradecimiento a quienes propiciaron, no ya sólo la sobrevivencia de estas mismas personas que los desprecian, sino de una mejor vida y su nivel (de la que aquéllos carecieron). Por ello, decir que la Historia la escribe el oro o la espada ─y siempre se presenta en manuales o medios de comunicación a los espadachines como los exclusivos protagonistas─ es la mayor infamia hecha contra el hombre y su esfuerzo por hacernos mejores.

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En el fondo del historiador late el prurito íntimo de poder cambiar el pasado a su gusto (que es lo mismo que reconocer que hubiera podido ser de otra manera) y, en el fondo del fondo, el deseo latente cambiar con ello el futuro.

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En mi pueblo, durante la Segunda República, se proferían en las procesiones religiosas estallidos de júbilo del siguiente tenor:

    ―¡Viva el Cristo de la Misericordia! ―gritaba alguien a la imagen venerada.

    ―¡Viva! ―coreaba la multitud enardecida.

    ―¡Viva el Comunismo Libertario! ―gritaba alguien más.

    ―¡Viva! ―coreaba la multitud, igualmente enardecida.

    Verídico.

¡Esta sí que es convivencia de culturas y hasta alianza de civilizaciones! Y digo yo, ¿por qué no habría de ser compatible la práctica del Comunismo Libertario con la devoción al Cristo de la Misericordia? En todo caso, serían incompatibles sólo las teorías del Anarquismo y del Catolicismo; o, dicho al modo llano: los políticos.

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La historia siempre nos delata.




Genoma y televisión

Un fantasma recorre Europa y parte del extranjero, y ya proyecta la sombra de su amenaza: el espectro del Futuro. Ante él, una gran ofensiva del pensamiento debe ponerse en acción. Más que nunca es necesaria la marcha de la sociedad hacia una filosofía: en efecto, el mapa genómico que acaba de concluirse requiere con urgencia un mapa filosófico de los valores a aplicar que le sirvan de falsilla para encarrilar el pelaje de la sociedad que se avecina y los peligros que se derivan de la manipulación genética (ante la cual la manipulación política, dicho sea de paso, tendría que cerrar por quiebra). Es por ello hora de despertar a los filósofos y que nos digan a dónde ir, a dónde dirigir esta bomba de racimo que la Humanidad se ha puesto entre las manos; que nos digan…  

Pero ahora que lo pienso, tal vez el verdadero peligro a que el hombre futuro se va a enfrentar no esté es ese mapa genómico ni en la ingeniería genética: tal vez el verdadero peligro esté en la televisión. Veamos: que puedan existir hombres a la carta, propiciados por la ingeniería genética, no es preocupante, pues en teoría a una madre le gustaría tener como hija a una miss Ferias y Fiestas de su pueblo, virtuosa del violín además, y al padre un talentoso especialista cibernáutico capaz de correr la maratón, y así sucesivamente: eligiendo unas cualidades que ellos no han tenido (lo que, por otra parte, me hace pensar que aquí puede estar la clave profunda del rechazo de la gente hacia la clonación humana y su fracaso final: que nadie está contento consigo mismo …excepto los vanidosos, naturalmente, que son precisamente los únicos a los que debería castigarse con no ser clonados, como método de educación condigno al torpe concepto que tienen de ellos y de los demás). Como digo, éste no sería el problema. El problema estaría en que la televisión emitiría la carta y nos impondría el menú, cuando no, con toda seguridad, el plato único de la moda; es decir, dictando con ello de manera invencible cómo habría de ser y pensar ese individuo: en una palabra, estableciendo el arquetipo. Lo cual no deja de ser patético para esta especie que tanto ha caminado en pos de un hombre cada vez mejor: que el tipo de hombre del futuro dependa, en definitiva, nada menos que de ¡la moral de los productores de televisión! No teníamos bastante con que la moral de hoy sea un resultado de ¡la moral de los productores de televisión!, que encima éstos podrán determinar qué genes deberían ser conservados o eliminados… Así, por ejemplo, ¿el gen de filósofo, que se pregunta por todo esto, podría ser declarado inservible y, por tanto, suprimido? O, por ir a cosas de más sustancia, ¿debe ser estimulado el gen de la inteligencia, el de la musculatura y el de la eterna juventud? ¿Y en quiénes? ¿En los hijos de los productores de televisión? ¿En todos los demás también o sólo en aquellos a quienes Dios se los haya dado o esté a punto de dárselos? Etc.

Con todo esto se pone en evidencia que, aunque el hecho más importante de los tiempos modernos desde el punto de vista científico haya sido este desciframiento del código genético, desde el punto de vista sociológico ha sido, no ya el advenimiento de las masas al poder, como planteaba un ingenuo Ortega y Gasset, sino, más allá, el advenimiento de esta gente ¡capaz de poner unos programas de televisión como los que pone! a la propiedad y dirección de los medios audiovisuales.

Por todo ello, reconduzco mi discurso: es hora de que los filósofos dejen de estar ocupados únicamente en hacer méritos docentes para escalar puestos en sus carreras académicas y despierten iniciando la larga marcha de la toma de los palacios de primavera-verano de los estudios de televisión. Así, tras este rocambolesco vericueto de la Historia, se habrá cumplido, entre otras cosas, el ideal proclamado ya en el mismo siglo IV a. de C. por Platón: el Estado gobernado por los filósofos.

¡Joder, joder ,con el futuro…! No lo olvides: ante el pasado, mostrar nuestros respetos y reverencias como a paso de comitiva fúnebre (¡qué remedio!); ante el futuro, blandir el paraguas cual animoso espadachín.




Sobre el aforismo

Se percibe por destellos omnicomprensivos, llamados intuiciones. Por eso, y aunque se haya teorizado mucho sobre los métodos del saber, el Método por antonomasia desde Descartes es la intuición razonada o la razón intuicionada. Y esa intuición debe tener una expresión condigna a su brevedad constituyente: el aforismo. El aforismo es el resultado final del saber en forma de apretado paquete que, como tal, presenta de una forma sintética todo un pensamiento. Por tanto, ¿para qué despedazarlo, dispersarlo, difuminando su sentido en un largo ensayo o en prolijos y complejos análisis, con pérdida de tiempo incluida? Diciendo una frase puedes ahorrarte escribir un libro. Yo, por mi parte, creo que escribo aforismos porque soy un vago: por pereza a escribir un ensayo... Aunque no os fiéis: cualquier día de estos desarrollo un aforismo en un tratado.

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Un aforismo es tal que cuando se le explica ya no es un aforismo. Es decir, ya no es arte: es un tratado.

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Si un aforismo cualquiera puede desarrollarse en varios volúmenes (basta con ornarlo cada vez por los bordes y hacerlo crecer, quedando éste como semilla y a veces cogollo), largos y extensos análisis buscan, de manera inversa, precisamente el culmen de la síntesis final. Incluso en Literatura, hay autores que hacen girar toda una obra conscientemente, para comprimirla, en la “mot de la fin”, que es decir lo mismo que en el aforismo. Y es que, en definitiva, cualquier prolija narración por intrincada que sea, cualquier análisis, siempre persigue el orgasmo de una síntesis final. Pero he aquí que ese análisis tiene de cuando en cuando alguna eyaculación precoz…, aforismos.

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¿Este libro no se puede resumir en un aforismo, máxima o principio? Entonces no dice nada, aunque hable de todo o de cualquier cosa..

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Las ideas siempre serán inagotables porque cada uno de nosotros descubre un rasgo o una variación sobre el tema. Y no sólo cada uno de nosotros, sino en cada ocasión además. Por eso, los aforismos serán infinitos. Por eso no hay situaciones privilegiadas para ellos: cada instante tiene su matiz. En esto se fundamentan también las diversas cualidades percibidas en diversos momentos en un mismo aforismo, la variabilidad de su valoración en distintas coyunturas. Quizás todo esté dicho, pero las formas de decirlo son ilimitadas... y las eventualidades donde decirlo, variadas y cambiantes. Bien es verdad que un aforismo no es solo un pensamiento más o menos agudo que te asalta; el aforismo es también la visión de ese pensamiento en forma de aforismo.

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No se han ensalzado suficientemente las virtudes del aforismo de acuerdo con las características que tiene: claridad (todo el mundo puede entenderlo, mientras que un tratado de filosofía lo entiende quien lo entienda), concisión (explica tanto como cualquier ensayo, sólo que encima puede apuntar, cual una flecha, hacia el sentido último), brevedad (uno no pierde el tiempo o, al menos, no necesita tanto como necesita para un tratado…). ¡Supera el tratado, llega al aforismo!


El arte y lo excepcional

Andaba yo dándole vueltas a la cabeza sobre cómo podría establecer algún criterio con  que aclararme acerca de lo que considerar Arte ante el conjunto tan variopinto de propuestas “compositivas” que en nuestros días tan modernos aspiran a tan apetitoso concepto, cuando al volver una esquina tuve la típica revelación que hace que a uno se le remuevan los cimientos de su weltanschauung: Y es que hallé que aquel artista del feísmo por el feísmo, aquel artista destructivo del canon, se había enganchado con la más guapa de la Facultad (y seguramente de toda la ciudad).

Como digo, todo el edificio de mi cosmovisión comenzó a tambalearse y caer, porque desde su propia base empujaba y emergía una nueva percepción de la realidad del mundo, sus cosas y sus hombres: ¡el artista del todo vale y del feísmo había elegido –rescatado- a la más bella de entre el heteróclito mundo de la fealdad!, ¡el artista destructor de todo canon coincidía con el canon de belleza que tenemos los demás (y todo el mundo clásico). !No podía ser una casualidad que, en este mundo de fealdad, degeneración y desarmonía infinitas, le hubiera “tocado”, así por azar, aquel ejemplar que suponía precisamente una excepción a toda esta fealdad, degeneración y desarmonía, sino que, con toda probabilidad, él la había elegido, y muy gustosamente además (y si quizás se había enamorado, mejor para mis argumentos, o, si para su simple disfrute personal, más mejor para estos mis argumentos).

Pero aquí fue el no parar de mi cabeza: comprendí al mismo tiempo, con manifiesta evidencia –y dicho sea de paso- que tampoco colgaría sus propios cuadros en el salón de su casa… Aquel artista aspiraba a la belleza, como todos, porque el mundo era precisamente feo. ¡Pero si todo el anhelo de la Humanidad y la Historia de la Cultura, desde su pintura a su música –me dije-, no había sido más que la aspiración a redimirse de la fealdad, el ruido, la desarmonía y el desorden imperantes, buscando la Belleza, la Armonía y el Orden en el desorden. Porque el mundo era feo, aspiraba a la Belleza; porque el mundo era degradación y enfermedad, aspiraba a la Salud; porque el mundo era soledad de lobos, aspiraba al Amor; porque el mundo era dolor, aspiraba a la Felicidad; porque el mundo era confusión, ignorancia, error y miedo del mundo, aspiraba a la Verdad… El hombre no había hecho otra cosa a lo largo de su Historia que buscar refugio en estos bienes que suponían precisamente una excepción en la que acogerse o con la que hacer frente a la infinita gama de los males y los errores cometidos en el manejo del mundo. Y así era en efecto: ¿Qué era la Verdad, la Belleza y la Armonía sino una única posibilidad de orden, frente a la no verdad, el error, la desproporción, la disonancia y el ruido, que por exclusión es cualquier otra cosa y así infinitas?

Y al mismo tiempo comenzó una revelación, pues veía toda la Historia de la Humanidad (menos los tiempos modernos), como una empresa gigantesca en la que los individuos se aplicaban y eran educados en la búsqueda de lo excepcional: desde el milagro de comer todos los días o el asombro de una bombilla hasta la creación de la armonía de la Música frente al rugido de las fieras.

Me volví temblando a mi casa. Todo esto no era más que una pesadilla-calentura del orden –me dije-. Busqué la llave, una única posibilidad que abre la puerta frente a cualquier otra posibilidad de formas de ¡cualesquiera objetos del universo…! La cabeza me daba vueltas. Así que me dirigí directamente a la cama, deshecha por supuesto (una cama bien hecha y así bellamente compuesta, habría constituido una sola posibilidad de organización de sus elementos frente a las infinitas formas que podrían adquirir las mantas y las sábanas). ¡Y el esfuerzo que esto llevaba consigo…! Porque esa es otra: no había pensado en el esfuerzo que costaba conseguir lo excepcional… Así que decidí meterme en esa cama deshecha, y así refugiarme en el desorden frente al orden impuesto, como hacía aquel artista del desorden que me estaba calentando la cabeza. ¿…Y por qué no llamarle Arte a cada una de las formas que adquiría mi cama deshecha? Esto era más fácil que hacerla para luego llamarla Belleza, Verdad y Bien, reflejada en el Arte de Hacer la Cama.