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Un olvido interesado: la vida de Jesucristo en la historiografía de la pintura contemporánea

"Quien parte y reparte, se lleva la mejor parte", reza el refrán popular. "La historia la escriben los vencedores", remacha el célebre adagio. De la combinación de uno y otro, cuando hablamos de historiografía, emerge como resultado una visión sesgada -y, con frecuencia, sectaria- del pasado y sus frutos, necesariamente múltiples y variados. Por el contrario, la obsesión por rastrear en la historia una senda que avale nuestras elecciones actuales acaba por desfigurar el legado recibido y degradarlo en pírrico aval de un presente empobrecido y aun achatado hasta la opresión.

Viene esto a cuento de la bonita sorpresa que se lleva el lector de un libro como Bilder zur Bibel (Imágenes sobre la Biblia), de Wieland Schmied, publicado en 2006 por la editorial Radius. Se trata de una minuciosa antología comentada de las obras que, a lo largo de la tradición pictórica (desde el Renacimiento hasta nuestros días), han plasmado sobre la tela escenas de la vida de Jesucristo.

Si bien uno se esperaba encontrar a los grandes maestros que la tradición más académica suele asociar a la pintura de temática sagrada (Giotto, Piero della Francesca, Tintoretto, El Greco o Velázquez), causa estupor descubrir que no pocos artistas cultivaron también el género, y con inusitada pericia. Es el caso de Poussin, Delacroix, Goya, Friedrich, Rouault, Kokoschka y hasta el mismísimo Picasso. No estamos hablando de piezas menores, de compromiso, ejecutadas con desidia o para solventar un encargo alimenticio, sino de telas primorosas donde hallamos toda la verdad del tema plasmada con todo el genio del pincel.

No me estoy refiriendo, lógicamente, a que se haya ocultado la existencia de dichas obras, sino a que se ha querido trazar una historiografía ajustada a las aspiraciones ideológicas de la Modernidad laica y profana. Al orillar aquellos testimonios de la pregnante pintura religiosa que se siguió practicando durante los dos últimos siglos, se contribuía a configurar un perfil del arte unidimensional, en modo alguno ajustado a la realidad, de suyo múltiple y plural. Para el discurso ilustrado, la religión formaba parte de un mundo a superar -incluso a asfixiar-, de modo que cualquier alusión a ella en los vestigios artísticos se vivía como una amenaza para su rodillo totalitario.

La religión, y eso es lo que no puede admitir la Modernidad, es una parte esencial del ser humano, su raíz más íntima. Pocos artistas se han sustraído a la llamada de la trascendencia, y cuando lo han hecho, habitualmente ha sido para sustituirla por pobres sucedáneos terrenales, como la utopía revolucionaria o la dictadura del proletariado (cuando no por una versión degradada de ella, como es el caso de la New Age). Incluso me atrevería a afirmar que, cuanto más profunda ha sido la indagación espiritual de un pintor, más atraído se ha sentido este por el misterio que emana de la figura de Jesús, quien acoge en su seno la humanidad en su vocación más divina.

Por eso, tras el impacto inicial, el lector de este libro asiste, maravillado, a una sucesión de lienzos en los cuales se recogen e interpretan las escenas de la vida de Cristo, en ocasiones en una clave absolutamente original, como es el caso de Te tamari no atua, de Paul Gauguin, donde la Natividad reviste la forma de un parto en una isla tropical.




Encontramos también en el libro la magnífica Crucifixión del mismo autor, datada en 1889, de la cual nos choca su ambientación campestre, con una perspectiva de apacibles colinas y una impresión general de serenidad resignada (frente al hondo dramatismo que suele presidir esta escena fundamental de la iconografía cristiana).

Muy llamativas son las obras que Vincent Van Gogh, amigo de Gauguin, consagró a la vida de Cristo. No se trata, insistimos, de piezas menores o de meras probaturas: en el caso de genio holandés, estamos ante obras maestras cuya ejecución ha exigido la implicación absoluta del pintor. Es el caso de El buen samaritano (1890), donde parafrasea una tela de Delacroix sobre el mismo tema, y que según los especialistas le permite proyectar sus propios sufrimientos personales en la figura del doliente. No creo que sea casual que una personalidad tan torturada como la de Van Gogh hallase alguna clase de consuelo espiritual en una parábola extraída de los Evangelios pues, ¿existe acaso una fuente más alta de consuelo para aquel que llora y pena?




En el mismo año, Van Gogh pintó La resurrección de Lázaro, quizás uno de los pasajes más conmovedores del Nuevo Testamento, por lo que tiene de desafío a la concepción profana de la muerte como desenlace irreversible y fatal. Según explican los historiadores de la pintura, el pintor, "falto de inspiración, buscó entre sus estampas antiguas motivos para sus cuadros, preferentemente religiosos como la Piedad o esta Resurrección de Lázaro". No me parece en absoluto irrelevante que un artista moderno se sienta seco por dentro y, para vivificarse, acuda a las aguas intemporales del cristianismo. Es más, creo que debería hacer reflexionar a más de uno acerca de la presunta -y nunca demostrada- virtualidad castrante de la religión.




En la misma senda podemos ubicar los lienzos inspirados en la vida de Jesús que pintó el expresionista Emil Nolde. Aunque la historiografía moderna, como era de esperar, prefiere incidir en su tratamiento de la figura humana, o extraviarse en los meandros de su tortuosa biografía, lo cierto es que este pintor le dedicó a la temática religiosa varias obras en el período 1911-1912, como el tríptico sobre la vida de Cristo -que incluía entre otras escenas de la Natividad, la Circuncisión y el pasaje de Jesús entre los doctores-, El escéptico Tomás o la conmovedora Crucifixión (1912). Nolde aborda estos pasajes evangélicos con una implicación personal que no puede ponerse en duda, pues exudan auténtica verdad humana trascendida en indagación sagrada.




La lista es más amplia, pero creo que bastan estos pocos ejemplos (a los cuales podríamos añadir otros que no aparecen en el libro, como las obras que pintaron artistas conocidos mayoritariamente por otras temáticas, como Odilon Redon, Edward Munch, Egon Schiele, Max Ernst, Otto Dix, Francis Bacon, etc.) para avalar la tesis central de este artículo: que también durante la Modernidad los artistas prestaron buen oído a la llamada religiosa, aunque la historiografía más tendenciosa intente ocultarlo tras sus lecturas tendenciosas y, paradójicamente, muy poco científicas.

José Luis Trullo