El blog de José Luis Trullo


Nació en Barcelona en 1967 y se instaló en Sevilla en 2001. Es licenciado en Filología Hispánica. En la actualidad, dirige varias publicaciones electrónicas (Uroboro, Microfilias, Speculum) y es editor en Libros al Albur. Además, es presidente y cofundador de Apeadero de Aforistas, al frente del cual ha organizado recientemente la Semana del Aforismo de Sevilla. Como autor de aforismos, firma sus textos con el heterónimo de Felix Trull, con el cual ha publicado Metas volantes (2015), Líneas de flotación (2018) y La lección de Pulgarcito (2019). Ha sido incluido en varias antologías de aforistas contemporáneos españoles, así como en la revista Estación Poesía. Además, gestiona el sello Poesía al Albur. Con su propia identidad, sus últimos libros publicados son el diario fragmentario El camino de en medio (2018) y el volumen de relatos Naranjas de la China (2019).


Por qué no soy republicano

En España, país genéticamente incapacitado para el debate racional y el diálogo crítico, se forman "packs" ideológicos con una velocidad y frivolidad pasmosas. La más reciente, es la que mete en el mismo saco (en el saco correcto, claro) todo tipo de elementos heterogéneos -cuando no enemistados entre sí- como el feminismo, el ecologismo, el neocomunismo y... el republicanismo. Sí, lo chachi en la España del siglo XXI es declararte republicano, celebrar el 14 de abril, ondear la tricolor e idealizar la Segunda República como una época a reeditar, idílica, justa y benéfica... ¡hasta ahí, llega la estulticia!

Pues, ¿saben qué? No soy republicano. No por ánimo de llevar la contraria (me repelen los que nadan a contracorriente sólo para significarse), ni porque no sea de izquierdas (no soy... de nada, sólo de mí), ni por ningún otro motivo espurio. No soy republicano... por lo siguiente. (Tómese su tiempo o pase a otra cosa: no soy yo de despachar asuntos complejos de tres manotazos).

- No soy republicano porque la república no es sinónimo de país moderno y avanzado. De hecho, tanto históricamente como en la actualidad, las naciones más "avanzadas" han tenido y siguen teniendo un monarca en la cúspide institucional, eso sí, desprovisto de funciones políticas y reducido a un papel simbólico, cuando no decorativo. Suecia, Noruega, Bélgica, Dinamarca o Gran Bretaña son monarquías; Zimbabue, Venezuela, Uzbekistán o Malí, repúblicas.

- No soy republicano porque -con matices- en una república el Presidente goza de unos poderes desmesurados, los cuales le llevan a menudo a actuar por su cuenta y enfrentarse a la cámara de representantes, algo que en Estados Unidos experimentan con gran frecuencia. En una monarquía como la española, el Rey no tiene esa prerrogativa; es más, cualquiera de los documentos que firma para ser publicados en el BOE deben ser refrendados por la de un ministro; de lo contrario, son nulos de pleno derecho.

- No soy republicano porque, en España, la república se ha demostrado, con una pertinacia elocuente, un fracaso morrocotudo. Basta con leer un manual de historia para bachilleres y se comprobará que las repúblicas en nuestro país han sido aprovechadas, siempre, por los más taimados para tratar de imponernos regímenes nada republicanos. Sonroja ver a los neocomunistas jactándose de republicanismo, cuando aquellos países en los que han detentado el poder los herederos de Marx lo que más bien ha imperado ha sido la tiranía unipersonal: Stalin, Mao, Pol Pot, Castro, Ceaucescu, etc.

- No soy republicano porque, en la España del siglo XXI, si se ataca a la monarquía no es por convicciones políticas, sino por razones estratégicas: los neocomunistas radicales (que, por abjurar, abjuran incluso de Carrillo y del PCE de la Transición) columbran que, abatiendo la figura del Rey, arrasaran con la democracia constitucional, con su denostado "régimen del 78", el cual, sin embargo, ha significado el período de mayor paz y prosperidad de toda la historia de nuestro país.

- No soy republicano porque una república no es más barata, económicamente, que una monarquía (hay estudios que lo demuestran), pero sí mucho más costosa en términos políticos y sociales. Un rey decorativo es un ser inocuo por derecho, pero un presidente de república es una amenaza permanente a la convivencia pacífica entre los ciudadanos.

- No soy republicano porque el pseudoargumento de que "al Borbón nadie lo ha elegido" es falso (la inmensa mayoría de los españoles votaron a favor de la monarquía en el referéndum celebrado el 6 de diciembre de 1978) y, además, a José María Aznar o a Mariano Rajoy sí lo eligieron los españoles, y eso tampoco a los republicanos les parecía argumento suficiente como para respetar -ni política ni personalmente- a ninguno de los dos, ni siquiera para asumir la legitimidad de su ejercicio político.

- No soy republicano porque no existe ni un solo argumento sólido, racional y convincente de que en nuestra monarquía no se pueda hacer y deshacer lo que se desee, en términos políticos: basta con que el partido que aspire a legislar en un sentido u otro sea merecedor de una mayoría suficiente de los sufragios emitidos en unas elecciones libres. ¡Ah, calla! A ver si el problema va a ser ese: que los republicanos no es que sean más democráticos, es que son menos en número. Quizás por eso sueñen con un escenario de caos institucional para prosperar (a río revuelto, ganancia de tahúres), pues en un país estable sus opciones de implantar sus patéticas quimeras es prácticamente... nulo.



Refutación del activismo

En nuestra sociedad, desquiciada desde hace tiempo por la gestualidad y el energumenismo, el activista goza de un extraño prestigio. Se le presupone una honestidad, unos ideales y una entrega a su causa que parece eximirle de cualquier sombra de sospecha. Un activista, además, por definición está del lado de "los buenos", o sea, de "los nuestros": así, en cuanto pronunciamos la palabra activismo imaginamos que, por necesidad, sólo existe activismo de izquierdas, mientras que el de derechas sería poco más que una variedad de terrorismo: de ahí que el activismo proabortista se vea ornado de todo tipo de aureolas santas y el antiabortista, de un infame rosario de diabólicas sombras. Además, el activista se llena la boca de la palabra "derecho"... ¿y cómo va a ser malo alguien que está a favor de ampliar hasta el infinito nuestros derechos, aunque sea al precio de extender un manto de silencio sobre nuestros deberes, compromisos y obligaciones hacia los demás?

Sin embargo, es preciso poner pie en pared y meditar un poco sobre ello.

Partamos de la base de que, desde el momento en que el activista ha decidido "pasar a la acción", debe dejar de pensar. Un activista es alguien que se limita a actuar: deja atrás las dudas, la ambigüedad y la incertidumbre -consustanciales al pensamiento verdadero- y se atiene a una lista de conceptos sobre cuya validez ya no puede poner en barrena. Actuar siempre supone, de por sí, cierto tipo de miopía parcial, pero actuar bajo la égida de un ideal ya nos arroja en los brazos de la ceguera. No, el activista ya no reflexiona, ni analiza, ni (se) cuestiona sus valores, sus principios o sus creencias: tal vez si actúa sea, justamente, porque quiere dejar de pensar. Ha dado el paso de convertir sus opiniones en dogmas.

De ahí que todo activista se signifique por su impetuosidad verbal, la vehemencia de sus proclamas y el alarde de consignas ampulosas que a duras penas logran disimular la penuria de sus fundamentos. En cuanto comparece el activista, hacen mutis por el foro el filósofo, el pensador, incluso el mero ente pensante. Un activista tiene siempre algo de fanático "de lo suyo": cuando emite un juicio, lo hace con el guión perfectamente aprendido, en el cual se repiten ciertas muletillas perfectamente predigeridas para ofrecer el aspecto de un discurso articulado.

Porque esa es otra: el activista no se conforma con dejar de pensar, sino que quiere hacerlo dando la impresión de que ya lo ha pensado todo. Un activista parece tener respuesta para cualquier perplejidad con la que se tope: no hay nada que escape a su mirada omnicomprensiva (la cual, si parece abarcar el orbe entero, es al precio de haberlo reducido primero, cual Procusto, al tamaño de su cerebro). De ahí la sobreabundancia de 'estudios', 'informes' y 'documentos' con los que se suelen pertrechar todos los activismos ante de saltar al ruedo. Se diría que, durante años, no han hecho otra cosa que analizar, y que ya se han agotado de hacerlo.

Pero el gran fraude del activismo es que la realidad siempre es infinitamente más compleja que el peor de sus sueños, y sus fuerzas desmesuradamente más débiles de lo que quisiera imaginar. Esa secreta conciencia que tiene el activista de la desproporción entre la visión que tiene del mundo y la percepción de su propia capacidad de transformarlo es lo que explica que, en no pocas ocasiones, el activista acabe dando el último paso, abrace la violencia como vía 'legítima' para la consecución de sus fines (los cuales, huelga decir, nunca pueden ser revisados, so pena de devolver al activista a su primaria condición de... pasivista) y se transforme en terrorista. De hecho, ya se han dado numerosos casos, en la historia del activismo reciente, de dicha transición: en la Europa de los años 60 y 70, muchos grupúsculos de ultraizquierda y algunos de ultraderecha acabaron poniendo bombas en estaciones de tren, mientras que otros activismos menos intrépidos se conforman con acosar al prójimo, destrozar el mobiliario urbano o perturbar la pacífica convivencia urbana con sus interminables marchas reivindicativas.

Nadie en su sano juicio negará que muchas causas que han movilizado a amplias capas de la población han reportado beneficios para la comunidad entera: las luchas contra la discriminación por cualquier motivo (racial, sexual, religioso u otros) son todo un ejemplo de ello, y hay que loarlo. De lo que aquí se ha tratado es de desenmascarar la radical indigencia racional que implica pasar de manifestarse púbicamente en contra de un abuso, a asumir el papel de redentor del mundo.,. un papel que, por desgracia, siguen dando muchas personas, a despecho de las pésimas consecuencias que suele acarrear para los demás, y para ellas mismas.



El tirano ante el espejo

Los tiranos de todos los tiempos (y no me refiero sólo a los personajes infaustos, sino también a las masas enardecidas) sólo tienen una idea en mente: que el mundo entero les devuelva, impoluto, su reflejo. Por ello, antes que cualquier otra cosa, en cuanto acceden al poder se esmeran en abatir las estatuas de los déspotas que les precedieron: ellos deben ser los únicos ídolos dignos de adoración. Además, reescriben la historia para que les brinde la imagen que tienen de sí mismos: como mesías salvadores que restauran el orden perdido, y devuelven las aguas de la caótica realidad al cauce de la horma correcta. Rotulan las calles, borran los rastros (y los rostros) de las fotografías oficiales, enmiendan la plana a los cronistas y, si es preciso, ¡a los científicos! No contentos con ello, proscriben cualquier manifestación pública que pueda perturbar su romántico idilio con el reflejo que previamente se han encargado de depurar de polvo, paja y arenilla

Sin embargo, el ámbito predilecto del tirano especular se da en el ámbito del lenguaje, pues nada real cambia si no cambian las palabras (piensan este tipo de maníacos idealistas). El idioma es el escenario predilecto de los totalitarios: si hablamos todos como debemos, pensaremos como queremos. Así que, ni cortos ni perezosos, se entregan a la tarea de fundar neolenguas en las cuales todos los significantes encajen en los significados deseados. Si hay que reformar el diccionario -que, no lo olvidemos, es descriptivo y no normativo-, se reforma. Si hay que reescribir la Carta Magna para que encaje en el molde soñada, se reescribe. La cuestión es que el orbe sin excepción coincida con la imagen que el tirano se ha hecho de él.

El gran engaño de este apaño monumental es que la realidad, a pesar de los denuedos del tirano especular, continúa siendo tan múltiple y plural como el primer día, y continuará siéndolo hasta el último. Ningún déspota ha logrado mantenerla bajo su yugo durante demasiado tiempo; tarde o temprano, el espejo ilusorio se rebela y, como le ocurre a la madrastra de Blancanieves, acaba teniendo que oír lo que no quería: que no es la más bella del reino, y jamás lo llegará a ser.




Manifiesto mediocre

En los últimos tiempos, en las redes sociales se ha generalizado el uso del epíteto "grande" para elogiar cualquier cosa: una obra literaria, un autor, un espectáculo, un intérprete... Grande sería sinónimo de bueno. ¿Por qué? Lo ignoro. ¿Acaso no advierte el refranero que "en el bote pequeño está la buena confitura"? No importa. Hoy en día, la virtud está en la magnitud, a condición de que sea superior a la media.

A este prejuicio le acompañaría otro, no menos aberrante pero de mayor tradición: "alto". La cocina buena sería "alta cocina", el mejor sonido lo proporciona un equipo de "alta fidelidad" y así hasta llegar a la "alta literatura", concepto abstruso donde los haya porque, ¿qué significa? ¿Que su autor mide más de 1,80? ¿Que trata de asuntos espirituales? ¿Que ha sido editado en formato... grande? Misterio.

Estas inercias léxicas trasladan al ámbito conversacional un progresivo desplazamiento social de mayor calado: en lo sucesivo, o eres alto y grande (o sea: eres 'más' que los demás), o no llegarás a ningún sitio. Tras unos epítetos de apariencia inane, late la imposición de un modelo jerárquico de las relaciones humanas, según el cual el que sobresale -otra pejiguera recurrente: la excelencia- sobrevive, y el que no se verá condenado a lustrarle los zapatos, incluso literalmente. El ganador se lo llevará todo...

Yo, que no soy demasiado alto ni demasiado grande (aunque tampoco todo lo contrario), me niego a dejarme llevar por esta corriente. No quiero ser mayor ni mejor que los demás, ni siquiera compararme con ellos, no es necesario, no lo necesito. No abogo por un concepto opresivo de la igualdad -nadie es igual a nadie, todos somos únicos-, sino porque me dejen en paz con sus carreras, concursos y competiciones. No quiero destacar, ni me gustan los que lo necesitan para sentirse bien consigo mismos. Es más, siento una irrefrenable simpatía por los discretos, los medianos, incluso los mediocres: esos que sólo son... ellos, sin esfuerzos por "superarse", ni batir marcas, ni aplastar al vecino para descollar por encima de él.

Queda bastante gente así, por el mundo. Sólo que cuesta dar con ella, porque no vive obsesionada con ser visible; incluso se diría que, de algún modo, se ocultan (siguiendo, consciente o inconscientemente, el adagio clásico que reza que "quien bien se oculta, bien vive"). Pero, cuando las encuentras, ¡qué vivo alborozo! ¡qué revelación! Porque, esa es otra: el mediocre reconoce perfectamente a quienes son como él -medianos... a la manera única de cada cual-, y también disfruta con el hallazgo. No pasa un día en que no sueñe con descubrir a un nuevo mediocre, o que un mediocre me descubra a mí. ¿No les pasa a ustedes también?




La miseria del tupuedismo

Uno de los fenómenos recientes que mayor irritación me causa es el que llamo "tupuedismo". No se limita al ámbito político (en el cual se ha venido a manifestar sólo recientemente), sino que se extiende por doquier, como una mancha de aceite hediondo. "Querer es poder", "tu límite eres tú", "puedes llegar a donde te propongas" son algunos de los muchos lemas que infestan (e infectan) las redes sociales, quizás tomadas en préstamo de una mescolanza tóxica entre la psicología motivacional y las escuelas de negocios.

El mensaje es claro: las personas somos un espacio vacío que se puede llenar con cualquier cosa, basta con decidir qué nos apetece en cada momento. ¿Cambiar tu aspecto físico? Eso está hecho. ¿Batir un récord guiness? Basta con decidir el día y la hora. ¿Coronar el Everest? ¿Dar la vuelta al mundo? ¿Hacer turismo espacial? Será por metas...

Un caso extremo es el de un tal Israel García, que se denomina a sí mismo "ultraman", un auténtico demoledor de fronteras, siempre en busca del espacio infinito, de la anomia primordial. Nietzsche estaría contento.

Algún erudito repondrá que el filósofo renacentista italiano Pico della Mirandola propuso algo parecido, en su Oración por la dignidad del hombre, donde describía al ser humano como la única criatura indefinida de la Creación, cuya conducta sería la que le inclinaría hacia arriba o hacia abajo, hacia lo angélico o lo bestial.

Por el contrario, esta idea a mí me parece una auténtica perversión intelectual, espiritual e incluso social. Lo que subyace a este concepto voluntarista de la existencia es que nacemos en blanco y, mal que bien, permanecemos así hasta el final. Que no tenemos límites (físicos, psíquicos, de ningún tipo), es más: que los límites son malos por esencia.

Craso error. Los límites son buenos, siempre que podamos negociar con ellos, asumirlos cuando sea preciso o pegarles una patada si resulta menester. Me abstendré de poner el ejemplo del agua, que sin cauce se desparrama y se evapora miserablemente en la pradera.

Lo cierto es que detrás de esta pseudofilosofía tupuedista anida una patraña y una amenaza. La patraña, simplemente, es que es falso que no existan límites: existen, aunque sean elásticos hasta cierto punto. La amenaza reside en que, imbuyendo a la gente (de la que tanto se habla en los últimos tiempos) de unas expectativas desmesuradas sobre sus auténticas capacidades, se la arroja directamente en brazos de la frustración pues, tarde o temprano, los límites se imponen. Y así debe ser (añado yo).

En sí mismos, los límites son benignos: permiten la jerarquización de las prioridades y describen un espacio moral dentro del cual (y sólo dentro del cual) es posible hablar de humanidad. Personalmente, nunca he creído que exista la amoralidad: es sólo otro nombre del abuso y del egotismo más deleznable.

Una vida sin límites carece, literalmente, de sentido: se reduce a una suicida huida hacia delante en busca de algo que, en realidad, dejamos atrás. ¿El qué? No una esencia ni un destino personal, eso tampoco, pero sí un microcosmos propio que no deberíamos sacrificar en aras de no sé qué promesas de plenitud ultraterrena. Si de veras aspiramos a la felicidad (una felicidad íntima, veraz y lícita) debemos asumir el dictum délfico, tan moderno hoy como ayer: conócete a ti mismo y actúa en consecuencia.

Tampoco hay que caer en el extremo opuesto, el de la autoindulgencia (el yo-soy-así, así seguiré, nunca cambiaré), otra dolencia a la que tumbaré en la mesa de disección en un futuro más o menos próximo, si me da por ahí.