Ander Mayora.- Cuando el 14 de abril de 1913, Leon Bloy concluye su Exégesis de lugares comunes, no deja de señalar en su diario la remota posibilidad de que algún otro continúe, en un futuro incierto, con la labor de revelar otros lugares comunes, sus glosas y explicaciones. Armando Pego Puuigbó, más de un siglo después, siguiendo las instrucciones del maestro, ha tomado el testigo y nos ofrece ahora El Peregrino absoluto. Exégesis de otros lugares comunes.
Dividido en secciones correspondientes a las horas litúrgicas especialmente
observadas en las comunidades monásticas, Pego se aplica a desarmar en él, con
mano de carpintero escatológico, el inmenso almacén de lugares comunes que
nuestra época vende al por mayor. Resulta cuando menos sorprendente, cuando no
escandaloso, el inmenso número de frases, expresiones y tópicos que, desde el
discurso del poder político, a través de la correa de transmisión de los medios
de comunicación, se vierten sobre las masas de votantes-consumidores, para que
a su vez estos los devuelvan bien masticados de regreso a los poderes, en un
bucle de tópicos que sirven de alimento espectacular a todas las capas del
espectro social, económico y político. Lo verdaderamente escandaloso, sin
embargo, es la gran cantidad de tópicos que parecen no serlo, y que incluso
empleamos, embebidos como estamos del espíritu de nuestra época, y de los que
apenas nos percatamos.
Como es sabido, toda época ha tenido y tiene sus lugares comunes; ahora bien,
los de ahora, más allá de su función social, han alcanzado el estatus de
proclama política; o, mejor dicho, las proclamas políticas han alcanzado el
estatus de lugares comunes, es decir, sociales, demostrando con ello el
impecable éxito de sus promotores. Los lugares comunes anulan, como siempre ha
sucedido, el debate, pero ahora tienen como objetivo anular el diálogo
político: establecen de qué se habla y cómo, y quien pretenda saltar su cerco
es expulsado del pensamiento único y biempensante, hacia las tinieblas
exteriores de la reacción, la intolerancia y la irracionalidad. En su obra,
Pego ha sabido agruparlos gracias al cribado de su ciencia escatológica y su
logro radica en señalar implícitamente el virus político que se esconde en cada
uno de ellos.
Armado con un estilo que bebe tanto de la tradición barroca como del estilo
imprecatorio de Bloy, Pego parece haber sudado sangre en cada una de ellas,
aunque queda la sospecha de un cierto placer en esta labor de demolición. No
puede ser de otra manera: cuando uno somete a ruina lo que no es sino ruina,
aflora la satisfacción de un trabajo bien hecho, con sentido.
Pego acierta también al establecer como protagonista, destinatario y agente
de dichos tópicos a la figura del filisteo, esa casta que, insensible a las
realidades artísticas y espirituales, actúa como sujeto y predicado de la
propagación social y política de los lugares comunes. Aquí se diferencia de
Bloy en que, mientras este eleva su voz sobre la cabeza del Burgués, Pego
dirige sus martillazos a la casta eterna de los filisteos, sin importar su
extracción social. Es cierto que cuando Bloy habla del Burgués no lo hace en un
sentido económico, sino espiritual, pero no podemos dejar de leer en la figura
bloyana muchas de las tensiones socioeconómicas del siglo al que pertenece el
autor francés.
Pego no hace distingos: como un Judas secularizado, el filisteo es culpable. Y
nosotros repetimos con él: nuestra época es culpable.
Armando Pego, El peregrino absoluto. Exégesis de otros lugares comunes. Cypress
Cultura, Sevilla, 2020. Colección Jánica, núm. 2. 138 págs.