Sira Hernández: "“Cuando la música viene, entonces no soy yo”


Sira Hernández nació en Barcelona y estudió piano en el Conservatorio Giuseppe Verdi de Turín. Debutó con dieciséis años y obtuvo el título superior de piano con la máxima nota. De vuelta a Barcelona tomó clases con Alicia de Larrocha. Sira Hernández ha dado conciertos en importantes salas de España y Europa. Su repertorio es muy extenso. Ha grabado a Bach, Scarlatti y el padre Soler. También conoce a los románticos, especialmente Schumann y Chopin, y ha interpretado numerosos autores contemporáneos. Su grabación de la Música callada  de Federico Mompou ha dado impulso reciente a la divulgación del autor catalán, del que tiene en proyecto grabar otras obras. En su faceta de compositora destaca Introducción a la sombra, música para recitar unos versos de Ángel Crespo, traductor de Dante y poeta, con quien sostuvo una estrecha amistad. Sira Hernández es una pianista de extensos conocimientos de nuestra cultura europea. Ha dado dos conciertos en La casa de los pianistas, en Sevilla. El primero se dedicó a la Música callada de Mompou. En el segundo interpretó al padre Soler y Chopin. Esta ha sido la ocasión para entrevistarla.

-Supongo que usted se habrá hecho algunas veces esta pregunta ¿por qué tocar, hacer música? A cierta edad ¿por qué seguir tocando en público?

-Eso mismo le preguntaron a Paco de Lucía: "Maestro, ¿a qué va usted a subirse a un escenario, qué necesidad tiene usted si ya lo ha conseguido todo?". Y más o menos vino a contestar así:  "Ha habido dos conciertos en mi carrera en que yo percibí que había sucedido algo que no se puede explicar. Sigo subiéndome a un escenario por ver si eso se repite". ¡Puf! Sí, yo también he tenido esa experiencia. En ocasiones, con un carácter casi absoluto. Eso que dijo Rubinstein: que estás sintiendo el alma de las personas. ¡Qué maravilla! El alma se transmuta, se transforma y se comunica con otras que tiene al lado… ¡Eso es maravilloso! Estás en uno… Es la sensación que tienes de que una nota, un re bemol, está sosteniendo las almas de todo el público. Y a lo mejor no es en un pasaje brillante, basta solo con un pianísimo. Es una sensación de mucha responsabilidad, pero a la vez fascinante. Y te engancha, y es casi adictiva.

-¿Cuándo tuvo una experiencia parecida?

- Una vez en un concierto en Mallorca. Lo organizaba el Ministeri; era una gira que se llamaba Un invierno en Mallorca y se tocaba en diferentes lugares de la isla.  A mí me tocó una pequeña parroquia, donde la mayoría eran turistas que estaban pasando unos días de invierno. Esta gira se hacía durante la Semana Santa. Hubo una circunstancia difícil, porque no me dejaron ensayar antes del concierto y no tuve acceso al piano hasta el momento de tocar. Eso no me había pasado nunca, pues la indefensión de un pianista ante un instrumento que no conoce es muy grande. Lo mínimo es que te dejen un par de horitas para hacerte amigo de él. En esta ocasión no fue así, porque había una profesora que estaba dando clase a un alumno y se negaba a dejar libre el piano hasta que no entró el público. Me miraba muy mal encarada, como para darme rabia… "¡Este piano no lo vas a poder tocar bien!", parecía decirme con la mirada. Yo iba a interpretar un programa muy exigente: Scarlatti y Bach. Se trataba, por tanto, de un trabajo de filigrana, de control de peso y de teclado. Para colmo, el piano no pasaba de correcto, no era gran cosa. Entonces pensé: ¡Que sea lo que Dios quiera… yo me lanzo! Entonces caí en la cuenta de que tal vez esa mujer necesitaba cariño, que abandonara su frustración. Pensé: "pues bien, voy a tocar para ella. A ver si Bach y Scarlatti le dan lo que no puede tener". Empecé a tocar y… ¡oye! Yo no sé lo que pasó, pero hubo un momento en que no era yo quien tocaba. Las notas salían solas, como yo las sentía en mi interior, de un modo perfecto, con plena belleza. Tuve la certeza de que estaba ocurriendo algo increíble. En esos momentos te das cuentas, como Paco de Lucía, de que no eres tú: el músico es un canal. Sólo te toca, en esos momentos, ser completamente humilde y decir: esa hermosura no depende de mí. Los fallos, los errores todos son míos, de mi ego, de mis inseguridades, pero cuando todo sale así, tan bien, entonces no soy yo.

-Sólo por curiosidad, ¿cuáles son los primeros sonidos que recuerda de niña?

Entonces mi familia y yo vivíamos en Turín. Mi padre cantaba muchas cosas, también ópera. Mi madre, zarzuela. También escuchaba música, porque en casa teníamos muchos discos de vinilo. También oía la…

-¿Radio o televisión?

- La televisión. En España la televisión tal vez tardó más en asentarse, pero en Italia estaba completamente desarrollada. Las primeras clases de piano las tomé en el piso de arriba de mi casa, donde una vecina me iba enseñando. Mi madre no parecía pensar que yo fuera a ser pianista. Ella me decía: Sira, tú maestra, maestra. El caso es que yo no tenía un piano, porque no me lo compraron. En vez de piano me pintaron en un cartón todo el teclado con sus notas blancas y negras. Así que iba estudiando las partituras con aquellas notas de cartón. Para algunos pianistas la música está en el sonido. Para mí, en el signo que lo representa.

-Vamos que usted leía las partituras oyéndolas por dentro a falta de un piano. La niña tenía el oído absoluto... (Y Sira Hernández baja la cabeza al suelo como diciendo: ¡y qué remedio!) Ayer tocó en Sevilla un repertorio muy variado, también Chopin.

-Sí, el Nocturno número trece en do menor, y algo sucedió mientras lo tocaba. Mi padre y mi madre murieron los dos hace unos meses. Hace poco abrí unos cuadernos escritos por mi padre, que me había guardado en unas carpetas para no perderlos. Mi padre pasó la guerra de niño y sufrió muchas calamidades. Decía que él no lloraba porque ya no tenía lágrimas. Pero en ese cuaderno anotó: “Hoy he llorado por primera vez escuchando este nocturno tocado por mi hija”. Pues bien, tocando en directo noté algo especial. Eso te pasa cuando tocas en directo, no en tu cuarto de estudio. En el directo se crea una tensión especial porque hay una unión con el público, que es como un amplificador. Se crean unas energías que te desvelan cosas. Hay un momento en ese Nocturno en que el tema inicial se retoma con unas armonías de cuatro o cinco notas por cada mano y la melodía se desarrolla por los agudos o por los bajos. Todo ese párrafo hay que tocarlo apasionadamente, pero a la vez dentro del control que exige la interpretación. Tienes la emoción a flor de piel pero a la vez tienes que aguantar las riendas del caballo: debes ser al mismo tiempo la montura y el auriga. En esos momentos pensaba por qué tantas notas, tantas armonías que parecen como una marcha fúnebre. De pronto todas esas voces eran… las voces de los muertos que acogían al que llegaba… Pensarás que estoy loca… ¡pero la voz del tema principal estaba ahí sustentada por todas las almas que lo están esperando, acogiendo en el reino de los cielos o donde cualquiera se lo imagine! Creo que, desde ayer, ese nocturno lo tocaré diferente. Porque ya tiene un significado. Antes me había preguntado por qué llenar tanto el tema si la melodía es extraordinaria, para qué tantas notas y armonías. Pero Chopin pone muchas voces interiores: es el coro de los ángeles, de las almas que esperan a otra alma que se traspasa, que se va y llega. ¿Qué cosas, verdad?

-Decía Luis Cernuda que su poesía brotaba del acorde en que se unen el tiempo de los hombres y el de Dios.

-Sí, parece que lo material es un vehículo para podernos conectar unos con otros. Tocar ayer ese nocturno me resultó muy doloroso. Si hubiera tocado otra cosa, como antes de ayer, que toqué a Mompou, y no sentí eso… Porque la Música callada es un camino de desolación, aunque al final las últimas piezas tienen una luminosidad extraordinaria. Hay momentos que son de luz, pero es también el fruto de una lucha que Mompou sostuvo consigo mismo. Hay también una mirada nostálgica a su infancia, a su pasado, pero hay que reconocer que las últimas piezas son de luz. Las dos que cierran el ciclo me parecen salvíficas, por decirlo de alguna manera: nos rescatan de la desolación y son un canto donde todos somos perdonados. Es un do mayor que nos limpia de todo, con la tríada de cuarta, quinta y octava. Pero a esa luz se llega a través de días grises y noches oscuras.

-En la biografía de Mompou que escribió, Clara Janés dice que el músico había llegado, en la madurez, a un estado de disponibilidad casi infantil. Nada tendrá, todo se le dará y nada le faltará. No acierta a explicarlo más que parafraseando los comentarios que dio san Juan de la Cruz a los versos del Cántico, cuando escribe: “la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora”. Pero Clara Janés no es músico. Es usted quien, al tocar las notas, actualiza, da carne y sustancia a la música callada. A cambio, qué le ha dado la música de Mompou.

-Pues mucho. Lo empecé a conocer cuando llegué de Italia a Barcelona, aunque no pude conocerlo personalmente. Murió al año siguiente.

-¡Qué pena! Pero Alicia de Larrocha, que le dio clases, sí llegó a conocer a Mompou.

-Alicia mantenía una relación estupenda con Mompou, con él y con muchos. Alicia era una persona estupenda y todos la preciaban. Fue Montsalvage quien me puso en contacto con ella. Para Alicia Larrocha, Mompou era uno de los grandes, un grande absolutamente. Mompou le dedicó el último cuaderno de la Música callada. Yo no conocí a Mompou, pero sí a su mujer, la pianista Carmen Bravo, que fue discípula suya, y se querían muchísimo. Para mí la música de Mompou tuvo mucho de fascinación. Hasta entonces sólo había conocido la que aprendí en el Conservatorio de Turín. Allí estudié a grandes nombres. Yo era devota de Bach, de Scarlatti y de los románticos, Schumann y Chopin. Cuando empecé a estudiar la música del siglo XX, sentí una gran atracción por la música española. Iberia, para mí, tocada por Alicia de la Rocha, era un no parar de oírla. Sentía auténtica reverencia por ella. Era además una música con tus raíces, que había oído cantar en casa, porque a mis padres les gustaba mucho. Falla también lo escuchaba con frecuencia. Cuando aterrizo en Barcelona, descubro este tipo de música contemporánea que se estaba haciendo. Fue una revelación, porque había una pureza en esa aparente sencillez, en esa melodía como descarnada y que no lo es, porque Mompou la deja en suspenso, con unas armonías que insinúan pero no dicen categóricamente. Deja esa melodía ahí, como flotando. Yo me sentía muy identificada porque me ofrecía una libertad, un espacio que aligeraba el alma de esa música tan cargada de notas, tan potente y llena de significado. De repente, llegas a otro lugar, donde se respira otro aire. A mí me fascinó. Pero creo que se puede tocar a Mompou (bueno también a Chopin) sólo cuando se ha llegado a cierta madurez musical, y, también, vivencial. Esa aparente facilidad, esa ligereza de temas no conclusivos, desprovistos de grandilocuencia, se puede malinterpretar y quedarse en la superficie. Debajo de esas aguas que parecen tranquilas, hay un mundo mucho más profundo, tanto sonoro como conceptual. Y ahí me introduje en una manera de entender la música que, desde luego, se refleja en otras interpretaciones. Por ejemplo, ya no puedo tocar Chopin de la misma manera, pero tampoco ni siquiera Bach. Mompou nos enseña algo que debería estar en la base de todo músico, algo que no es sólo la idea musical, las notas, la tonalidad, sino el sonido, la vibración misma del sonido. Esa vibración que brota como de dentro y que dejas que respire, que flote en el aire. Ese es el germen de toda música. La música nace del sonido, de una calidad del sonido, de buscar esa calidad. Y no cualquiera sirve, porque no se trata sólo de tocar teclas para hacer notas correctas. Se trata de qué sonido doy en cada nota. En eso se reconoce las diferencias entre un intérprete y otro. Mompou tenía la teoría de que ese sonido, una vez tocado, seguía creciendo. En un piano eso puede ser fruto del pedal, pero también de la intención del intérprete, lo que tú pones justo en el momento de entrar en el sonido a través de la tecla.

-Lo que pone el alma en contacto animado con el mundo, así definió Machado la poesía. Recuerdo que una vez en Granada, mientras compraba un CD de Mompou, un hombre que estaba a mi lado exclamó: ”Mompou... ¡ Esa música está a punto de deshacerse!”

-Qué bonito. Sí, parece que se deshilvana y se queda en suspenso. Y esa es su grandeza, porque la fuerza de Mompou es esa debilidad aparente. Parece una contradicción, pero en esta fragilidad del sonido, en la inefabilidad de su música reside su gran fuerza. Mompou está marcando una época y la va a seguir marcando en el futuro. A mí Mompou me ha ayudado muchísimo, porque…

-¿Sí?  Cuando escuché su Introducción a la sombra, pensé: “Aquí está Mompou”.

-Sí, en esas resonancias de las notas que se extienden, en esos trinos que se dejan, en esos armónicos y enarmónicos… Ahí hay mucho Mompou. Y a mí me ha abierto esa puerta. O sea, buscar más allá de conceptos, escuelas, técnica compositiva, buscar sobre todo el sonido, que es el origen, lo que Mompou estuvo buscando toda su vida. El sonido de una campana, unos niños cantando en la calle, que Mompou oía desde la ventana. De pronto esos sonidos salen en mitad de un tema. Gritos en la calle, jolgorio de fiesta o de drama. Pero, oye, es sólo una pincelada. Luego vuelve a su tema y te deja ahí. Es un juego poliédrico.

-Parece que, cuando un gran artista fallece, tiene que pasar un tiempo de purgatorio. Ya no es tan interpretado, se le escucha menos, hasta que vuelve a ocupar su lugar, tal vez aún más grande de lo que fue en vida. Usted, Sira, y otros están contribuyendo a eso.

-Sí, sí, porque ha sido sacar el CD de su Música callada, y otros han empezado a grabar también. Cada uno tiene que aportar su visión. Eso es lo que Mompou quería, y lo dijo además: “Mi música seguirá”. Y lo dijo sabiendo que lo que él hacía era muy auténtico, que no era fruto de una moda o una de conveniencia intelectual, política, o como decía un crítico, de si eres “rabiosamente vanguardista”. Eso lo encuentro terrible. Cuando una lee u oye esos comentarios, piensa: "¿y esta música cuánto durará?". Eso de ser terriblemente vanguardista (se ríe a carcajadas) suena a explosión. Mompou tenía el convencimiento de que el crecimiento de su obra sería lento, de que él hacía su trabajo a contracorriente, y de que lo único que se le puede exigir a un músico es mucha autenticidad, mucho trabajo bien hecho. Cuando tu trabajo es verdad y buscas no estar tú, sino que la música esté allí, entonces esa música acaba saliendo adelante. Y esto vale lo mismo para el compositor que para el intérprete. Vangelis decía una cosa muy importante: cuando un compositor quiere ponerse por encima de la música, ya la está traicionando. Es la música quien debe conducir al compositor. Naturalmente, tus conocimientos, tu bagaje, te ayudan. Pero tu técnica, tus conceptos no pueden estar por encima de esa verdad en la que tienes que dejarte llevar, con humildad, con transparencia.

Sira Hernández se despide con un apotegma: “Cuando la música viene, entonces no soy yo”.

José Julio Cabanillas