El concepto hermenéutico de tradición


Tradición es uno de esos conceptos lastrados por connotaciones peyorativas. Estas son evidentes cuando el adjetivo tradicional hace referencia a lo rutinario, lo arcaico o lo atávico en contextos donde prevalece el dinamismo, la crítica, la experimentación o la novedad. Sin embargo, su rica paleta semántica no se limita a este entorno, tiene también un sentido positivo en alusiones a lo histórico, a la civilización, y al acerbo cultural o estilístico, en las que aparecen connotaciones de autenticidad, valor, fuente u origen.

Aunque hoy cueste creerlo, este segundo sentido prevaleció históricamente. Fue solo a partir del siglo XVIII cuando se comenzó a percibir como antagónicos tradición y progreso. La conciencia ilustrada del advenimiento de una modernidad vencedora de supersticiones e ignorancia concibió a la tradición como la solidificación histórica de estos males. Con su exacerbada fe en el progreso presentó al pasado como un prejuicio que había que erradicar, como una atadura que desasir en nombre de la nueva libertad y racionalidad conquistadas.
Contra esta devaluación ilustrada de la idea de tradición, a la que se adhirió subrepticiamente el historicismo, alzó su voz H.G. Gadamer, en su ya clásico Verdad y método (1960), el gran referente en la hermenéutica contemporánea. En él defendió, como uno de los pilares de su proyecto de hermenéutica ontológica, la rehabilitación de los conceptos de tradición, prejuicio y autoridad.

Si se mira con detenimiento, tras la devaluación ilustrada de la tradición existe una evidente circularidad, en tanto hunde sus raíces también ella en la propia tradición, en este caso, en aquella que percibe la historia como un progreso racional inexorable.  Por ello, la idea ilustrada de la superación de todo prejuicio se vuelve ella misma prejuiciosa, en tanto está lastrada por las exigencias metodológicas de la ciencia natural y su ideal de progreso como modelo global de racionalidad. “El prejuicio básico de la Ilustración -en palabras de Gadamer- es el prejuicio contra todo prejuicio, y con ello la desvirtuación de la tradición”. Sin embardo, prejuicio no es, sin más, juicio falso, sino juicio previo, es decir: formado antes del establecimiento racional de todos los elementos objetivables. “Nuestro ser histórico y finito -escribe Gadamer- está determinado por el hecho de que la autoridad de lo trasmitido, y no sólo lo que se acepta razonadamente, tiene poder sobre nuestra acción y sobre nuestro comportamiento”. Los prejuicios operan de manera subrepticia, tejiendo la malla cultural sobre la que asentamos nuestra condición de seres históricamente ubicados.

Esta reivindicación hermenéutica del concepto de prejuicio es la base de la rehabilitación de la tradición porque en nuestros prejuicios se revela la auténtica naturaleza histórica de nuestra comprensión. Junto a ambos conceptos, y en estrecha interrelación, hay que poner en juego también el de autoridad, igualmente denostado desde la Ilustración. Todos ellos tienen en común que se entendieron como opuestos a la racionalidad y la crítica, pasando por alto que la tradición, como la autoridad, no tienen porqué ser irracionales. Que la Ilustración percibiera como excluyentes fe en la autoridad y libertad racional tenía todo su sentido y justificación, tanto en términos históricos como teóricos. Sin embargo, no supieron distinguir entre autoridad racional e irracional, entre la que surge de la obediencia ciega y aquella que emerge del reconocimiento.

El ejemplo por excelencia del reconocimiento racional de la autoridad y paradigma de la tradición lo hallamos en lo clásico, esa “especie de presente intemporal, de simultaneidad con cualquier presente”, para decirlo con Gadamer. Los clásicos representan la pervivencia inagotable de una tradición constantemente actualizada, en ellos hay una experiencia de verdad que nos interpela más allá del tiempo con una productividad inagotable. Lo clásico es la sedimentación más excelsa de la tradición.

La tradición se percibe como conservación, y efectivamente lo es. Pero esto puede ser entendido de dos formas: desde la ya apuntada identificación de innovación y razón, donde la tradición aparece como algo arcaico e inmóvil que debe ser superado; o desde la percepción de esa conservación como un acto de la razón misma presente en todos y cada uno de los cambios históricos. Esta última perspectiva ve la tradición como una constante subterránea siempre presente y activa. Sin ella, no existiría productividad hermenéutica alguna, es decir, el continuo otorgamiento de sentido que configura nuestra comprensión de las cosas.
Gadamer insta a reconocer en toda comprensión un momento de continuidad en la tradición cuyos efectos históricos, ineludiblemente, se extienden hasta nosotros sin ruptura. Y ello, porque el tiempo ya no es, como lo fuera para el historicismo de Dilthey, un abismo que tiene que ser salvado, sino la condición de toda comprensión, en la que siempre arrastramos, inevitablemente, todo el bagaje de nuestra historia pasada.

La distancia temporal se convierte así en un concepto clave asociado al de tradición. En aquella participan tanto el sujeto o intérprete como el interpretandum u objeto de conocimiento. La conexión es posible porque ambos polos, sujeto y objeto, se implican mutuamente, porque no son opuestos, sino complementarios. Se muestra aquí la estructura dialéctica de la comprensión que se manifiesta en conceptos como el de “círculo hermenéutico” o el de “fusión de horizontes”.

La tradición orienta veladamente nuestra precomprensión de las cosas, pero, a su vez, nosotros modificamos constantemente nuestra percepción de aquella, incorporando nuevos elementos  (valores, relaciones, perspectivas, ...) con las herramientas y el bagaje que ella misma nos ha aportado. Y, así en un bucle sin fin.  El resultado es una fusión de horizontes que se desplaza constantemente al paso de los cambios históricos. En el siglo XIX, el historicismo entendió este desplazamiento como traslación empática hacia el objeto de estudio situado en el pasado, para lo que había que abandonar nuestra actual perspectiva. En el extremo opuesto se hallaba la concepción positivista que veía en la completa sumisión del pasado a los propios patrones la condición de la buscada objetividad. Ambos ideales pecaban de ingenuidad. Ninguna de las dos opciones está en nuestra mano: ni es posible prescindir de nuestra situación histórica ni tampoco encerrarnos en ella. En ambos casos la tradición aparece como un elemento absolutamente ajeno a nosotros.

El mérito de la revalorización gadameriana de la tradición es que superó ambos reduccionismos al concebirla como una auténtica “experiencia hermenéutica”.  Como toda experiencia, presupone una apertura a lo otro con la voluntad de quien escucha, de quien se siente interpelado. “El que un texto trasmitido se convierta en objeto de la interpretación quiere decir para empezar que plantea una pregunta al intérprete. [...] Comprender un texto quiere decir comprender esta pregunta”. Es absolutamente necesario reconocer que en la tradición anida una verdad que sale a nuestro encuentro, y por ello, no podemos acercarnos a aquella con la actitud aséptica del entomólogo que desvitaliza su objeto.

Pero esta fusión de los horizontes de tradición y presente no sería posible sin presuponer un lenguaje común que permita la comunicación. Lenguaje común tiene aquí el sentido amplio de conjunto de signos que hacen de algo comprensible. No podríamos comprender aquello que fuera absolutamente ajeno, algo radicalmente dispar porque se convertiría en irreconocible. Este substrato común, como no podía ser de otro modo, es un poso formado a lo largo de la historia que conocemos como tradición. La historia es precisamente el conjunto de los efectos generados por la tradición y asimilados en cada momento. Entendida de este modo, la tradición no es primariamente un determinado manuscrito o un resto arqueológico, es, ante todo, la continuidad de la memoria que me permite dar sentido a lo que habitó en el pasado y a lo que hoy somos.

Si tuviéramos que comparar con algo cercano esta fusión de horizontes podríamos decir que tiene la forma de una conversación. Un diálogo que Richard Rorty caracteriza como edificante (edifying), en tanto nos ilumina espiritualmente, nos permite redescubrirnos a nosotros mismos y favorece la actividad racional de abrir nuevos ámbitos de interpretación y comprensión. Esta actitud, dicho sea de paso, presupone una aspiración infinita hacia la verdad frente a las pretensiones de conquistar una verdad total y absoluta, algo que se percibe inalcanzable desde el momento en que toda comprensión consiste en una reinterpretación constante de la tradición.

Esta revalorizacion gadameriana del concepto de tradición, tan necesaria y coherente, debe, no obstante, ser complementada. En la década de los años setenta del pasado siglo se produjo un vibrante debate entre la hermenéutica ontológica gadameriana y lo que se dio en llamar la crítica de las ideologías, defendida por autores como Habermas, Apel, Welmer o Bubner, entre otros. En él afloraron dos modelos distintos de hermenéutica, y, paralelamente, dos enfoques de la tradición, aunque como hemos desarrollado en otro lugar, no sean incompatibles sino complementarias.

Estos últimos reclamaban una prolongación crítica de la hermenéutica para reconocer que ese saber sedimentado en la tradición al que ineludiblemente pertenecemos como seres históricos, nos  influye pero no nos determina, es decir, que tenemos cierta autonomía frente a él.  No basta, pues, con una descripción de lo que sucede en el subsuelo de nuestra comprensión, es necesario también habilitar espacio para el distanciamiento crítico respecto de la tradición dado que en ella se da tanto el acuerdo intersubjetivo como el control y el dominio que nos esclaviza.

Esta complementación crítica de la hermenéutica, en todo caso, no desautoriza el reconocimiento de la tradición como condición de posibilidad de toda comprensión, simplemente, para decirlo con Wellmer, la relativiza, al hacerla susceptible de reflexión crítica. Hay que evitar, no obstante, el error en que a veces incurrimos al pensar que dicha crítica pueda ser externa a la tradición. Jaques Derrida lo ha expresado con claridad: “La tradición no puede ser atacada desde fuera ni sencillamente borrada mediante un gesto.” La crítica misma está ya presente en la tradición, tan solo -sigue Derrida- hay que “acentuar las fisuras, las grietas que ya desde siempre la resquebrajan” La crítica, como bien señaló Ricoeur, es también una tradición: “Diría incluso que hunde sus raíces en la tradición más impresionante, la de los actos liberadores, la del Éxodo y la de la Resurrección”.

De este debate ha surgido una doble necesidad en la que se sintetiza el actual concepto hermenéutico de tradición. Por un lado, admitir con la hermenéutica ontológica gadameriana nuestra pertenencia al tejido de la tradición, que siempre nos envuelve, pero, por otro lado, aceptar también que ese inexorable condicionamiento de la tradición no impide la necesaria reflexión crítica sobre los nexos de sentido generados por ella.

Javier Recas 





PRESENTE Y FUTUROS 
DE LA TRADICIÓN

La naturaleza humana consiste en una vida dotada de logos o en un logos dotado de vida. La tradición tiene mucho que ver con ella: nos transmite como algo precioso el modo cultural en que los que nos han hecho posibles han ido desplegando antes de nosotros esa naturaleza híbrida tan única en el cosmos. Sin embargo, con el progresivo desarrollo de la Ilustración, los grandes referentes tradicionales (religión, tradición y naturaleza) han sido sustituidas por los de ciencia, progreso y autonomía individual: las trillizas de la razón frente las trillizas del miedo, lo irracional, la neofobia. En el presente monográfico hacemos balance de las consecuencias del abandono de la tradición y de su necesaria reevaluación como pauta de diálogo entre generaciones.


Jesús Cotta

Raimon Arola

José Luis Trullo

Miguel d'Ors

José Julio Cabanillas
Antonio Rivero Taravillo:

Javier Recas