Tradición clásica grecolatina, arte y poesía de vanguardia en España


Dentro de las coordenadas de la vanguardia artística de comienzos del siglo XX, es necesario tener en cuenta cómo el creador siente vivamente el cosmopolitismo, de manera análoga a como lo había vivido, en buena medida, el artista finisecular decimonónico. La obra del creador de vanguardia se impregna de todo tipo de influencias y siempre se mantiene atento, como no puede ser de otro modo, a las novedades circundantes que nacen en el propio país, pero también a las más lejanas que, con todo, llegan a alcanzarle. La difusión máxima del hecho artístico, posible desde finales del siglo XIX hasta nuestros días -en que es posible conocer instantáneamente cualquier novedad por muy lejana que esté, aun cuando la finalidad de ese conocimiento no esté muchas veces clara-, enriquece las fuentes en las que beben los artistas en todo el siglo XX.

Es cierto que la época de vanguardias recoge, en muchos casos conscientemente, el legado de la Antigüedad clásica con una clara finalidad política, incluso propagandística, podríamos decir, como en el caso de los regímenes fascista y nacionalsocialista. Pero no es posible sostener la extendida idea de que el resurgir clasicista está unido a los totalitarismos alemán e italiano. De hecho, el panorama del clasicismo grecorromano se extiende en un ancho y variado arco geográfico y político que acoge en su seno diversas realizaciones y reelaboraciones del material heredado de Grecia y Roma, sin que en ningún caso podamos asimilar el clasicismo a una ideología determinada. Por ello, es posible constatar tal herencia en regímenes en ocasiones antagónicos, que se extienden desde la democracia estadounidense hasta el régimen comunista ruso, pasando por el fascismo italiano y el nazismo alemán, e incluyendo otros gobiernos como las repúblicas francesa y española o la monarquía británica.

El panorama en que se desenvuelve el clasicismo grecolatino dentro de la época histórica del auge de la vanguardia ha de tener en cuenta, además, el hecho de que es la propia vanguardia artística la que recoge sin miramientos la tradición clásica. Son, tal vez, la arquitectura y las artes plásticas que la acompañan los termómetros más adecuados del clima de revitalización clasicista que vive el Occidente de las primeras décadas del siglo XX. Es el momento del auge de la arquitectura más encendidamente helenizante en los EE.UU., especialmente en aquellos edificios de carácter gubernamental que delimitan el nuevo imperio en que se está convirtiendo el país, muy al modo en que César y Augusto, siglos atrás, habían ennoblecido la capital del mundo, Roma, en sus años de liderazgo. Los EE.UU., por otro lado, son maestros en el desarrollo del rascacielos, voluble construcción que admite prácticamente cualquier estilo, siempre mediante la necesaria adecuación a las pautas generales que delinean este tipo de moles. En Europa la situación puede ser similar a la norteamericana en cuanto a la arquitectura oficial -aparte de que el impacto del rascacielos de factura estadounidense se deja sentir desde el Madrid de Miguel Primo de Rivera hasta el Moscú stalinista-, si bien es también muy acentuado el gusto por lo clásico de raíz grecorromana en toda la arquitectura comercial, como sucede en los grandes bancos británicos. Francia tiene en Auguste Perret al abanderado de un clasicismo que se atreve también con la arquitectura religiosa -tal audacia no es de extrañar: ya el Renacimiento y el Neoclasicismo del siglo XVIII habían dado buena muestra de ello; sirva como ejemplo la portada norte de la Catedral de Zamora-. Proyectos internacionalistas como aquél de 1927 para la construcción de una sede permanente de la Sociedad de Naciones en Ginebra congregan buen número de arquitectos de toda Europa que arropan diversos proyectos clasicistas. La relación entre la herencia arquitectónica de la Antigüedad y la turbulenta política de las primeras décadas del XX se establece con un trazo más delimitado una vez que entran en escena los regímenes totalitarios. Si la Rusia de Stalin, con todo lo que su arte tiene de concepción clásica, busca en la ancestral tradición rusa (cuentos, leyendas, personajes históricos populares…) el entronque con el presente soviético, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini ofrecen uno de los testimonios más emblemáticos de la imparable fuerza de la tradición grecolatina. Estos dos regímenes, ambos decididos a reinstaurar unas raíces no caprichosamente buscadas en el antiguo Imperio Romano, recurren una y otra vez a todo aquello que hizo destacable el arte del pueblo romano, férreamente nacionalista.

La arquitectura inmortal de la Roma de los emperadores, con sus templos, termas, teatros, circos y estadios, intenta ser reproducida tanto por Hitler como por Mussolini, en cada caso con diferencias bien definitorias, pues en Alemania, con todo, será más acentuado el filohelenismo. Los artistas que colaboran con el programa italiano de Mussolini parecen mostrarse -o simplemente se les permitía serlo- mucho más abiertos a los movimientos renovadores que ya estaban en marcha. En ocasiones se ha dado en pensar que los regímenes totalitarios, con su vuelta al clasicismo grecolatino se sitúan en una posición enfrentada a los “verdaderos” vanguardistas, cuando más bien deberíamos pensar en el gran valor vanguardista de las obras creadas dentro de los totalitarismos, así como en la implacable huella del clasicismo grecolatino impresa en las obras de ese vanguardismo “puro”. Ni artistas plenamente de vanguardia como Picasso o el escultor Julio Antonio son impermeables a los temas mitológicos, ni los escultores oficiales del fascismo italiano están anclados en un pasado que sólo atiende a Fidias, Praxíteles o Miguel Ángel. Las figuras escultóricas del Stadio dei marmi en el Foro Italico de Roma (hasta 1943 conocido como Foro Mussolini), tremendamente vinculadas a esa estatuaria clásica, al mismo tiempo delatan la deuda con el futurismo de Umberto Boccioni y con la representación moderna de la figura humana, tanto en ciertos rasgos de movimiento como en los trazos aristados de rostros y extremidades. Este arte de estado en Italia, aun cuando asentado sobre ideales y modelos clásicos, se sumerge plenamente en la vanguardia que le es contemporánea, cuyo filtro es justamente benévolo con la tradición de Grecia y Roma.

La arquitectura de la Italia de Mussolini, desde la Città Universitaria o el Foro Mussolini hasta los edificios levantados para la ansiada Exposición Universal Romana de 1942 que nunca se llegó a celebrar, viene representada por un ideal de monumentalismo heredado de la tradición romana antigua. La decoración que adorna todas estas obras es acorde a tal deseo, con lo cual tanto temáticas como formas acuden a un repertorio recurrentemente grecolatino.

Un asidero similar encuentran los artistas alemanes que rodean al Führer, empezando por el arquitecto Albert Speer, sombra de Hitler allá donde éste fuera: el dictador planea no sólo la conquista del mundo, sino también su reconstrucción. El nuevo imperio alemán, el III Reich, debe asimilar la lección enseñada por Roma: la condición de lo imperecedero pasa necesariamente por dejar constancia de una arquitectura monumental, cuyas ruinas den cuenta en los siglos venideros de la grandeza de quienes forjaron tal imperio. De ahí el deseo omnipresente de construir a base de sólidos e impresionantes sillares de piedra. Pero las condiciones en que se desarrollaban los proyectos megalómanos de Hitler chocaban con la realidad de una guerra que consumía todos los esfuerzos y recursos materiales, logísticos y humanos. Con todo, los bocetos y todo aquello que llegó finalmente a construirse y se nos ha conservado tras la destrucción llevada a cabo por las potencias aliadas, da suficiente muestra tanto de las dimensiones de los complejos edilicios como del fuerte aliento grecolatino de los proyectos nazis. Por su parte, pintura y escultura no quedan atrás en la querencia por lo clásico, como demuestra la obra de los escultores Arno Breker y Josef Thorak.

En nuestro país, la situación durante las tres primeras décadas del siglo XX es bien distinta. Sin el azote del fascismo de manera tan generalizada y sistemática como en Italia o Alemania, el escenario se acerca más al de otros países como Francia o Gran Bretaña. Sin que podamos alcanzar a la meca artística que supone París, España asiste al nacimiento de una serie de artistas renovadores que encuentran en la vanguardia su forma de entender el arte. Con el progresivo desarrollo firme de artistas y poetas de primer orden, el vanguardismo español sueña con alcanzar la supremacía que había tenido nuestro país en las artes del siglo XVII: como Picasso es a Velázquez, así Lorca es a Quevedo. Y como en el Siglo de Oro, la Edad de Plata de la creación española cuenta con grandes primeros nombres y numerosísimos artistas en una segunda fila de altísima calidad.

Como antes señalábamos, los artistas españoles no son, en absoluto, ajenos a los movimientos extranjeros. Baste recordar los viajes de varios de ellos (Lorca, Dalí, Moreno Villa, Prados, Buñuel, y un largo etcétera), y como hecho aún más acusado, la existencia de la llamada “escuela española de París”, que agrupa pintores y escultores de diversa categoría. En cualquier caso, la capital francesa cuenta así con un grupo estable de artistas españoles en íntimo contacto con los más destacados creadores del momento y con sus obras. Para los artistas afincados en España, las publicaciones periódicas de nuestro país dedicadas al arte y a la literatura, activas receptoras en la península de las novedades extranjeras, así como las diversas exposiciones que se celebran en los años 20 y 30 son el termómetro de las tendencias actuales.

Pero las revistas no son únicamente fuente de noticias, sino escaparate de las obras de nuestros primeros literatos de vanguardia. Desde las páginas de revistas señeras como Grecia o Vltra surge el primer movimiento poético español de vanguardia, el Ultraísmo, en cuyas filas militan multitud de poetas, hijos del Modernismo en su mayor parte, que abandonan tal estética urgidos por una necesaria renovación. La revista es el medio natural del poeta ultraísta, y como tal merece un puesto destacado en el estudio de cualquier aspecto relativo a este movimiento. Las revistas literarias españolas de vanguardia, que no se limitan a las dos citadas sino a varias decenas, recogen la mayor parte de la poesía ultraísta española, así como relatos y artículos de toda índole; en ellas es posible reconocer con nitidez la huella del clasicismo grecolatino, tanto en las composiciones literarias que acogen en sus páginas como en aspectos de la propia conformación de la revista, desde la tipografía, la decoración de las portadas, el diseño interno, las ilustraciones y otras colaboraciones artísticas, hasta la publicidad. Todo el ambiente relacionado con la labor editorial cede ante el legado clásico, evidente en los nombres, emblemas y símbolos de varias editoriales de la época (Ulises, Plutarco, Fábula, Galatea, Poseidón, Zeus, Omega, Séneca, Centauro, Apolo, Niké, Biblos, Jasón, Dédalo, Fénix, Hespérides, Minerva, Arión, Teseo, etc.). Los mismos escritores recurren con frecuencia a pseudónimos inspirados en personajes de la Antigüedad, literarios o históricos, como, por ejemplo, “Adrianvs” en el caso de Adriano del Valle. No podemos dejar de recordar el retrato de este escritor ataviado con toga romana que realizara Daniel Vázquez Díaz en 1942, bajo el título Adriano del Valle en Itálica (colección particular).



Por otro lado, la revista es el medio a través del cual se dan a conocer los principales manifiestos literarios y artísticos del vanguardismo. Un análisis detallado de este tipo de literatura arroja suficiente luz sobre la deuda ideológica o programática de estos textos hacia preceptos o líneas de pensamiento del mundo clásico. Si tradicionalmente se consideran los movimientos vanguardistas rompedores con todo el pasado, la tendencia crítica evoluciona hasta posturas más abiertas, a la luz de los propios textos, pues en un sentido estricto, solamente el futurismo italiano, en un primer momento y como movimiento inaugurador de las vanguardias históricas hace ahora cien años, da la espalda a cualquier tradición anterior. Pero incluso este movimiento paulatinamente variará en sus apreciaciones sobre la tradición.

La crítica de arte es igualmente viva en las páginas de las revistas de la época, crisol de las tendencias tan variadas en que la vanguardia se desenvuelve. Tanto el crítico de profesión como el propio artista tienen voz en la revista, confrontando ideas y exponiendo puntos de vista diversos sobre cualquier aspecto referente a la nueva creación. Uno de los puntos centrales en las polémicas de las primeras décadas del siglo es la llamada “vuelta al orden” del arte contemporáneo, punto crucial, en lo que atañe a la pervivencia del clasicismo grecolatino, por la división que acarrea entre quienes lo elogian y quienes incluso niegan su existencia. Así, la introducción de la vanguardia, la vuelta al orden o la tradicionalidad de las raíces hispánicas son materia de frecuente debate tanto en las revistas especializadas como en aquellas destinadas a un público más amplio.

En este punto, es fundamental la figura polivalente de José Moreno Villa -articulista, crítico de arte, novelista, pintor y poeta-, personaje clave de la cultura española de las primeras décadas del siglo XX, quien asimismo estudia la posibilidad de clasicismo en varios pintores, escultores y arquitectos de vanguardia. Algo mayor que los componentes del Grupo del 27, compartirá con ellos vivencias, charlas y aventuras artísticas, por lo que es el perfecto eslabón entre manifestaciones artísticas como la arquitectura (fue nada menos que director de la revista Arquitectura) o la pintura (a ella se dedicó como creador desde el momento en que rozaba la cuarentena, aparte de su continua actividad como crítico de arte durante décadas) y la creación literaria. Aparte de su propia obra poética, cercana a la de los autores del 27, su presencia en la Residencia de Estudiantes es un dato precioso para comprender lo que podría aportar a los jóvenes poetas, pintores, directores de cine y artistas en general allí reunidos. Además, su propia obra de creación deja sentir la herencia grecolatina, como en las temáticas mitológicas presentes en su pintura, de las que es ejemplo el mito de Sísifo subyacente en el óleo Con la piedra a cuestas (1931, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía).



Por lo que se refiere a la arquitectura española, especialmente la desarrollada en la capital, constituye un muestrario bastante amplio de las tendencias que se desarrollan en el país. Las múltiples referencias clásicas, bien directamente tomadas de la Grecia o la Roma antiguas, bien a través de intermediarios como el Renacimiento o el Neoclasicismo, pueblan gran parte de la producción arquitectónica de la primera mitad del siglo XX, pero no sólo como parte de movimientos propios del XIX, historicistas o eclécticos, sino en los arquitectos más apegados a la vanguardia. Si los restos de movimientos propiamente decimonónicos que explotan la llamada “cita arqueológica” se dejan sentir todavía durante los primeros lustros del siglo XX, la obra de Antonio Palacios Ramilo siembra la capital española de un clasicismo renovador fronterizo con las vanguardias. Ya en esta estética, el concepto de clasicismo formal -que huyendo de la “cita arqueológica” no renuncia a ciertos ideales clásicos heredados de Grecia y Roma- alcanza su más refinada y singular expresión con los nombres de varios genios de la arquitectura contemporánea española como Secundino Zuazo, Luis Gutiérrez Soto, Fernando García Mercadal o los arquitectos de la Ciudad Universitaria de Madrid. La situación tras la Guerra Civil no cambia sustancialmente en lo que se refiere al clasicismo observable, con una arquitectura promulgada desde un régimen que quiere rescatar los valores de la arquitectura española clásica, en muchos casos con referencias en extremo concretas al Renacimiento, como pueda ser el caso del edificio para el Ministerio del Aire -trazado desde los cánones escurialenses y del Alcázar de Toledo- en el barrio madrileño de la Moncloa, obra precisamente de uno de los arquitectos de la vanguardia racionalista como es el citado Gutiérrez Soto.

La pintura y la escultura de artistas españoles es igualmente rica en aspectos clásicos, tanto temáticos como formales, hecho compartido por la creación artística de otros países: la propia Alemania nazi refuerza el revival clasicista grecolatino con docenas de lienzos inspirados en la mitología clásica, cuyos héroes, en cierto modo, son primos hermanos de los arios en la particular cosmovisión nazi y, en la representación plástica que llevan a cabo estos artistas alemanes, perfectos modelos de los cuerpos atléticos promovidos por las teorías nazis de limpieza racial. En la Italia fascista se realza de la misma manera el culto al cuerpo, muy acorde con el auge del higienismo del momento, en las esculturas de atletas para el estadio del entonces llamado Foro Mussolini que antes comentábamos.

La España de los escultores catalanes novecentistas avanza en la línea de las primeras manifestaciones desgajadas de una escultura decimonónica anclada en el decorativismo, aunque el propio Novecentismo se ve superado dentro de Cataluña por un grupo de escultores -Juan Rebull, Apeles Fenosa, José Granyer, etc.- con los que se introducen ya las formas vanguardistas que comienzan a triunfar en el resto de Europa. Por su parte, los escultores castellanos conforman el llamado “realismo”, igualmente renovador y vanguardista, que aporta figuras indispensables como Julio Antonio, Victorio Macho o Mateo Hernández. Otras zonas del país, incluidas las Islas Canarias, viven un momento de despertar escultórico con el auge de los llamados regionalismos. El hecho que pretendemos señalar es que en todos estos movimientos renovadores cercanos a la vanguardia las constantes clasicistas laten con suficiente fuerza como para constituir una de sus características más acusadas. Pero la obra de otros escultores más “arriesgados” como Emiliano Barral, Francisco Pérez Mateo, José Planes, Cristino Mallo, Ángel Ferrant o Alberto Sánchez, representantes de una vanguardia más ortodoxa aún que la de castellanos y regionalistas, muestra de todos modos su deuda con la estatuaria clásica de Grecia y Roma, como asimismo sucede en el grupo de escultores de la llamada “escuela española de París”, entre los que se cuentan desde Julio González, Pablo Gargallo, Manuel Hugué o Daniel González hasta las figuras ambivalentes de Picasso o Miró. La pintura de esta escuela parisina de artistas españoles, además del señalado ejemplo de Picasso -otro enamorado de ciertos temas clásicos, cuya pasión por la figura del minotauro llega a ser obsesiva en los años treinta-, recurre a temáticas clásicas en pintores tan notables como Pancho Cossío o Luis Fernández. Otro tanto se puede decir de los artistas que permanecen en España, al menos hasta el estallido de la Guerra Civil -Horacio Ferrer, Luis Quintanilla, Gregorio Prieto, Timoteo Pérez Rubio o Arturo Souto, por citar algunos-, quienes, en muchos casos, no dejan escapar la oportunidad de disfrutar de fructíferas estancias en Roma u otras ciudades italianas, sin perjuicio de alguna visita a París, aunque no llegaron a establecerse en estas ciudades. Posiblemente el grupo de pintores más cohesionado estilísticamente sea el de los superrealistas, con la figura sobresaliente de Dalí, pero con representantes de tal valía como Óscar Domínguez, Ismael González de la Serna, Ramón Acín, Luis Castellanos o Juan Massanet, nombres a los que habría que añadir el del Moreno Villa pintor y dibujante. Si en todos estos artistas el clasicismo es palpable de una u otra forma, así también lo es en artes afines a la pintura como la ilustración decorativa de revistas, portadas de libros y carteles publicitarios, que en más de una ocasión presentan un mundo idealizado de reminiscencias grecolatinas.

Artes plásticas y literatura tienen de nuevo en la revista su punto de encuentro más evidente, con las ilustraciones de autores tan emblemáticos como Benjamín Palencia, Norah Borges o Rafael Barradas. Los casos de José Moreno Villa y de Federico García Lorca ejemplifican en una sola persona el ideal de la unión de las artes que subyace en el ambiente del momento. A estos poetas podemos sumar el nombre de un Rafael Alberti inicialmente decidido a dedicarse a la pintura. El interés por las artes en general se extiende al resto de componentes del 27. Además, éstos comparten con los poetas del Ultraísmo la revista como medio de salida para sus versos, e incluso una figura del 27 tan señera como Gerardo Diego tiene unos inicios difícilmente separables de sus compañeros ultraístas. El impulso de la tradición clásica afecta a unos y otros por igual, aun cuando en el caso del 27 la producción sea cuantitativa y cualitativamente mayor.

Muchos de los ultraístas y parte de los poetas del 27 tienen unos orígenes poéticos muy cercanos al Modernismo rubeniano, del que nunca llegan a renegar, pero enseguida acogen con fervor la poética de la forma nueva, la supremacía de la metáfora y el desafío de la imagen poética, muchas veces tratada al modo barroco. De hecho, es con el Siglo de Oro español con el que estos poetas contraen su más acentuada deuda. Esta vía, junto al Modernismo y, en menor medida, la lectura directa de textos de la literatura grecolatina, es la que permite la introducción de gran parte de la herencia clásica grecolatina detectable en los versos de los poetas de 27. Con todo, el apego a Góngora no desemboca en la inmersión profunda en la mitología clásica, pues en la vanguardia lo más frecuente es la cita, la reelaboración o la alusión a veces casual, ocurrente e ingeniosa. Pero, en todo caso, siempre es sorprendente el hecho de que pudiendo recurrir a cualquier imagen -pues nada obliga a priori a decantarse por la mención clásica-, el poeta vanguardista español acude sin dudarlo al dios antiguo; no obstante, no todo se resuelve en mitología, sino que las apariciones en los versos vanguardistas de seres fantásticos fruto de la imaginación del mundo clásico -sirenas, tritones, ninfas, centauros, furias, amazonas, faunos, sátiros, etc.- superan, con mucho, lo que podría considerarse un tratamiento anecdótico o decorativo. Este grupo de seres constituye una variada fauna que muy bien puede considerarse integradora de la poesía española moderna.

Por otro lado, la pervivencia de géneros literarios de la Antigüedad, así como la recreación de pasajes concretos de la literatura clásica grecolatina permiten comprobar hasta qué punto es conocida esta preciosa herencia por los poetas contemporáneos, en quienes reviven algunos tópicos literarios clásicos de larga fortuna en la literatura occidental, como los casos del carpe diem y el memento mori, y, especialmente, ciertos tópicos de la épica (el llamado amanecer mitológico, la petición de favor las musas, etc.) y toda una tradición bucólica, rastreable en los versos de nuestros poetas del 27 y demás vanguardistas españoles cercanos a este grupo. Otros géneros, como la poesía didáctica -a través de la geórgica-, la oda, el epigrama, la sátira o la fábula, en unos casos cuentan con novedosos tratamientos mientras que en otros transitan por los caminos tradicionales.

La nueva estética de vanguardia se configura como tendencia primordial en los poetas del 27, para quienes la frontera cronológica de la Guerra Civil no hace variar radicalmente sus estéticas, sino que, en muchos casos, ciertos aspectos del vanguardismo resultan reforzados, por no decir sublimados, estilizados y redondeados, como pueda ser el caso del Superrealismo de Vicente Aleixandre o del Creacionismo de Gerardo Diego. Y de la misma manera que la estética se mantiene hasta cierto punto, lo mismo podemos decir de la presencia de la materia heredada de Grecia y Roma, ampliamente constatable a lo largo de la totalidad de la obra de los principales poetas del 27, llegando a los últimos libros publicados ya en los años 80. Precisamente en el caso de Gerardo Diego, uno de sus poemas creacionistas más curioso procede de la libre elaboración de un tema clásico, el elogio a la reina Dido de Cartago, personaje fundamental en la historia de Eneas tal como nos la cuenta Virgilio en su Eneida. El soneto de Diego, titulado “Púnica Dido” y perteneciente al libro Carmen jubilar (1975), demuestra la pulcra destreza lingüística del poeta:

Púnica Dido o reina de Tartessos
o hembra blanca mirlesa en la alta Nubia,
tu estatua arranca rabias de la gubia
y cadencias de flauta alza en mis huesos.

Cuando al goloso áspid de los besos
tu cuello escorzas implorando lluvia,
mi frente transparente se te asubia
en el hombro de castos embelesos.

Toda eres tú clausura y abandono,
desecho de ignominia al pie del trono
e infanta fiera y virgen en el fango.

Abrázame, mi esclava reina etíope,
abrásame, mi Erato y mi Calíope,
tetigi tingitania que te tango.

Diego publica este poema con 79 años. La constancia en el uso del material clásico hace que podamos retroceder hasta 1918, cuando el poeta de 22 años publica su poema en prosa “Babel”, con el que comprobamos cómo ya los mitos clásicos servían de fuente a la primera poesía vanguardista de Diego. El poema describe al propio poeta y a sus compañeros durante un recorrido a través de un cielo en que se muestran humorísticamente los diversos planetas y constelaciones, relacionados con los dioses y personajes clásicos que les dan nombre:

Atravesaremos luego los espacios interplanetarios, poblados de inhóspitos asteriscos, y oiremos las voces que se comunican unos con otros -Mercurio con Venus, Venus con Marte, Marte con Júpiter- interceptando sus cínicos radiogramas. […]

…respiraremos infatigables ascendiendo siempre, atravesando los campos saturnales y ciñéndonos de su cruel y fascinante aureola o simbólico anillo de desposada. Y hundiremos los mares esmerilados y mesaremos las estilizadas barbas de Neptuno. […]

Saludaremos gozosos contestando a las bienvenidas de Casiopea, de Orión y de Perseo, y daremos unas amistosas palmadas en las ancas resfriadas de Pegaso.

En el mismo texto, la constelación de Aldebarán “nos contemplará con su único ojo de Cíclope como un monóculo rosanaranja”. Estos textos no son más que una exigua muestra de la ingente cantidad de recreaciones, alusiones y citas al mundo clásico que subyace en la obra de nuestros literatos de vanguardia, de la cual damos cuenta por extenso en otro trabajo.

Los jóvenes vanguardistas, deseosos de innovar, difícilmente pueden desprenderse de la cultura occidental a la que pertenecen, que al fin y al cabo es la evolución histórica de la Antigüedad grecolatina. No sólo la educación recibida, que obligaba a conocer diversos aspectos de la materia clásica, favorecía que los futuros vanguardistas tuvieran presentes todo tipo de imágenes de Grecia y Roma, sino también el propio imaginario colectivo que a cada paso se manifiesta en una civilización consciente de sus raíces. Difícil es renegar de imágenes tan sugestivas y habituales como pueda ser una sirena, un cíclope o la diosa clásica del amor surgiendo del mar, de tal manera que las novedades del mundo contemporáneo -como son las innovaciones tecnológicas- hacen despertar las asociaciones más inusitadas con esas imágenes del mundo antiguo. Es más, el artista de vanguardia aprovecha su conocimiento de un imaginario clásico bien establecido para innovar a partir de un tratamiento inusual de éste.

Por todo ello, la tradición clásica grecolatina impregna la obra de los autores vanguardistas, tanto de poetas como de pintores, escultores o arquitectos, tradición sin la cual su obra sería ciertamente otra, y que, por ello mismo, resulta imprescindible. El entrelazamiento de las artes en estos años posibilita el intercambio de opiniones, vivencias e incluso experiencias creadoras entre los diversos artistas. El ambiente en que desarrollan sus facultades -el Modernismo y otros movimientos estéticos como el historicismo arquitectónico- ya venía impregnado de gustos clasicistas y su propia experiencia les lleva a ejercitar muchas más posibilidades para el tratamiento del material clásico heredado de las que, en un primer momento, podamos pensar. Los artistas de vanguardia no renuncian a la modernidad, pero tampoco a todo aquello que durante siglos ha dado tan buenos resultados como es la materia clásica de Grecia y Roma.

Andrés Ortega
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Este artículo fue publicado previamente en Espéculo. Revista de estudios literarios, de la Universidad Complutense de Madrid.




PRESENTE Y FUTUROS 
DE LA TRADICIÓN

La naturaleza humana consiste en una vida dotada de logos o en un logos dotado de vida. La tradición tiene mucho que ver con ella: nos transmite como algo precioso el modo cultural en que los que nos han hecho posibles han ido desplegando antes de nosotros esa naturaleza híbrida tan única en el cosmos. Sin embargo, con el progresivo desarrollo de la Ilustración, los grandes referentes tradicionales (religión, tradición y naturaleza) han sido sustituidas por los de ciencia, progreso y autonomía individual: las trillizas de la razón frente las trillizas del miedo, lo irracional, la neofobia. En el presente monográfico hacemos balance de las consecuencias del abandono de la tradición y de su necesaria reevaluación como pauta de diálogo entre generaciones.


Jesús Cotta

Raimon Arola

José Luis Trullo

Miguel d'Ors

José Julio Cabanillas
Antonio Rivero Taravillo:

Javier Recas