En un interesante librito editado por Luis Muñoz y publicado por la Diputación Provincial de Granada en 1994, titulado El lugar de la poesía y que recogía el fruto del curso universitario “La poesía hoy: Poética española de la postmodernidad”, se incluye una sección titulada Las tradiciones en la cual cinco poetas (Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Javier Salvago, Benjamín Prado y Andrés Trapiello) reflexionan acerca de su relación con el pasado poético, citando a sus autores de cabecera y aportando su propio parecer sobre el modo en que los escritores del presente acogen, preservan y transmiten el legado lírico de un idioma. (Hay que destacar que el concepto lo empleaba también Luis Antonio de Villena en su disertación sobre “La tradición clásica en la poesía española del [sic] ochenta”, enfatizándose así el papel clave que ocupa en la reflexión crítica que una cultura realiza sobre sí misma).
Benítez Reyes, con su soltura característica, acertaba al destacar el papel que los referentes literarios tienen para la propia praxis de su escritura, no tanto en cuanto modelos dignos de imitar, sino en la medida en que nos inspiran desde su excelencia para alcanzar la propia: se trataría, pues, más que de espejos, de faros en la niebla, aparte de acicates para no arrellanarse en la propia medianía. Este componente de índole casi moral, de autoexigencia e impulso ascensional, resulta especialmente necesaria en los tiempos que corren, pagados de sí mismos. Escribe Benítez Reyes: “No creo que sea tan importante el hecho de que un autor nos sirva como apoyatura –temática o estilística– para elaborar nuestra propia obra”, en cuyo caso estaríamos cayendo en el puro epigonismo, “como el hecho de que nos ayude a definir nuestra idea de cómo puede ser y a qué puede aspirar la literatura que nos gustaría hacer”. En este sentido, se impone casi de un modo natural el valor de los clásicos precisamente como pauta de aquello que, resultando en sí mismo modélico, no debe ser meramente reproducido, sino tomado como pértiga para alcanzar nuevas cotas de relevancia.
Ahora bien, una vez establecido el marco funcional de la tradición como horizonte aspiracional (de modo que uno se inspiraría en los clásicos con el secreto afán de incorporarse a su vez al panteón de los maestros venerables), Benítez Reyes, tras apuntar al carácter polifónico de dicha tradición (a la cual califica de “legado múltiple”), orillando así la dimensión supuestamente imperiosa del canon, no puede dejar de admitir que “el respeto a la tradición no nos convierte necesariamente en siervos de ella, sino en siervos de nosotros mismos”: de hecho, nuestras lecturas nos marcarían el espacio dentro del cual podemos empezar a decidir qué clase de poesía queremos escribir. No habría, pues, determinismo en la naturaleza un tanto trascendental de la tradición respecto al presente, pero sí que nos impondría cierta dinámica dialéctica gracias a la cual los poetas acaban apropiándose de aquello de lo cual, de todos modos, no pueden prescindir: “esto no quiere decir que el poeta elija a capricho la tradición en que quiere insertarse, sino que puede tener la posibilidad de elegir la tradición a la que fatalmente pertenece”.
En su intervención, algo huidiza, Carlos Marzal abunda en la visión de la tradición como un bagaje heterogéneo en el cual uno decide libremente cómo inscribirse, pero del cual no podría en modo alguno prescindir (de hecho, es notorio cómo no existiría el propio concepto de vanguardia sin el de tradición siempre en mente). Alude Marzal a un concepto, el de “influencia”, que me parece especialmente relevante, pues remite a un libro de Harold Bloom, La angustia de la influencia, que se ha convertido en una referencia acerca de la conflictiva relación que mantienen los autores más geniales respecto a sus antecedentes literarios inmediatos. Lejos de destacar los benéficos efectos de la tradición, Bloom constataría la presión que ésta ejerce sobre los autores del presente para que demuestren que son dignos de incorporarse a ella. Lejos de suponer un hándicap, a mí me parece un motivo de celebración, al constituirse en una especie de rito de paso al cual debería someterse todo aquel poeta que quiera, si no renovarlas, sí al menos refrescar las palabras de la tribu.
Javier Salvago destaca, por su parte, que en poesía la de obviar la tradición sería una “loca y vana tarea”, puesto que no se puede “crear de la nada y sobre la nada”: de hecho, el propio lenguaje, por sí mismo, ya es una obstáculo para la invención absoluta, en tanto instrumento de conservación y de transmisión de lo conservado. Más aún, Salvago advierte de que “los intentos rupturistas también están contemplados en la tradición, que lo resiste y asimila todo”, pues ella constituye el horizonte de comprensión que nos permite saber en qué marco nos movemos al escribir: “gracias a la tradición sabemos de lo que estamos hablando cuando decimos poesía, e incluso podemos distinguir la buena poesía de la mala”. Eso sí, “la tradición no es un altar, es un camino”, de modo que “no vale arrodillarse ante ella y adorar a sus santos”, y mucho menos contentarse con emularlos desde una posición subalterna, “sino caminar sobre ella hacia uno mismo” (aunque yo preferiría: hacia ese más-allá-de-uno-mismo que nos hará, llegado el caso, tradicionales a nuestra vez). Esa virtualidad autogenética del diálogo con la tradición, que al mismo tiempo nos permite alcanzarnos y sobrepasarnos, individualizarnos y trascendernos, es la que propicia la disolución de la identidad petrificada en la corriente anónima de la poesía esencial; por ello, cuando Salvago habla de que, alcanzada la madurez, “uno ya es su propia tradición […] tradición asumida, encarnada”, tal vez no repare en que, en puridad, con ello se ha convertido al fin en un portavoz más de dicha corriente, a la cual surte y de la cual se nutre, la mejor de las veces a partes iguales.
“La tradición no es un animal inmóvil”, advierte Benjamín Prado, antes de abundar en una idea que ya apuntaba Benítez Reyes: “la tradición son, en todo caso, los poetas a quienes nos gustaría parecernos, no los que nos influyen”, incidiendo así en la idea de que los grandes poetas nos enfrentan a nuestra pequeñez, azuzándonos a sobrepujarnos poéticamente y alcanzar la versión más excelsa de nosotros mismos. Concluye su breve reflexión con estas bellas palabras: “Lo mejor de las tradiciones es que cuando uno se pone a pensar acerca de ellas sólo consigue encontrarse consigo mismo, pero de la forma en que ocurre en este pequeño poema japonés:
Es como contemplarse en el espejo:
la imagen y el reflejo se miran.
Tú no eres el reflejo
pero el reflejo eres tú”.
Concluye la sección Andrés Trapiello –quien, significativamente, tituló el primer tomo de sus poesía completas con el expresivo epígrafe de Las tradiciones– con un texto que más bien nos hace pensar en sus estupendos artículos para la prensa, pues en sus meandros consigue embriagarnos con sugestiones fecundas sin que podamos extraer una sola frase definitiva, rotunda, escolar, salvo tal vez aquella con la que lo concluye: “no son pocos los días en que [el poeta] piensa, en lo más hondo de su alma, que sólo escribe para los muertos”, o sea, para ese Parnaso al que secretamente desearía incorporarse, si las musas le inspiran como debieran. ¿Y qué es la tradición, sino el coro fúnebre que trata de invitarnos a rememorar los nombres de quienes ya no están, para así insuflar vida a los que, “en lo más hondo de su alma”, lo que desean es hacerles compañía? Escribir para el futuro, aspirar a ser clásicos, tradicionales, ¿no es hacerlo como si ya fuésemos, en cierto modo, póstumos? ¿No implica superar la ilusoria dialéctica del tiempo sucesivo, que todo lo gasta y desecha, para alcanzar el umbral de lo perdurable, ese ámbito en el cual las palabras valen por sí mismas, más allá de cuándo fueron pronunciadas? Poesía y tradición son dos conceptos que necesariamente caminan de la mano porque la palabra nace y muere en el tiempo, sí, pero para alcanzar ese remedo de la eternidad que es la memoria perenne.
José Luis Trullo
PRESENTE Y FUTUROS
DE LA TRADICIÓN
La naturaleza humana consiste en una vida dotada de logos o en un logos dotado de vida. La tradición tiene mucho que ver con ella: nos transmite como algo precioso el modo cultural en que los que nos han hecho posibles han ido desplegando antes de nosotros esa naturaleza híbrida tan única en el cosmos. Sin embargo, con el progresivo desarrollo de la Ilustración, los grandes referentes tradicionales (religión, tradición y naturaleza) han sido sustituidas por los de ciencia, progreso y autonomía individual: las trillizas de la razón frente las trillizas del miedo, lo irracional, la neofobia. En el presente monográfico hacemos balance de las consecuencias del abandono de la tradición y de su necesaria reevaluación como pauta de diálogo entre generaciones.
Jesús Cotta
Raimon Arola
José Luis Trullo
Miguel d'Ors
José Julio Cabanillas
Antonio Rivero Taravillo:
Javier Recas