En un aforismo estupendo, Juan Ramón dio con la clave. Él escribió: "Lo entrevisto dura más que lo visto". Eso era. Ahí estaba. La evidencia, en su afán de mostrar, aplasta la latencia, con su recato por guardar. En el doble juego del don y la reserva, habita la visión, en cuanto percepción de lo que, llegando, no se entrega del todo. Esa contención. Esa gracia parcial, aunque perpetua. Ahí estaba todo, claro que en clave. Había que descifrarlo. A ello me pongo.
El decir de Dios, a Dios, hacia Dios, siempre ha planteado un serio dilema al autor literario. ¿Cómo vehicular, mediante un lenguaje estrictamente humano, y como tal limitado y limitante, aquello que, por esencia, es ilimitado, excesivo, pródigamente exhuberante? La solución de compromiso siempre acaba sacrificando algo, en el canje: o bien decimos demasiado, traicionando la naturaleza de la experiencia religiosa, o bien pecamos de pacatos, y no se nos entiende. Y la literatura es un instrumento de comunicación, con lo divino que todo lo atiende, por supuesto, pero también con nuestros hermanos, puramente lectores, que a duras penas se esfuerzan por comprendernos.
La primera opción, históricamente documentada, fue el himno, el versículo, el salmo: cantando ajustándonos a un ritmo, a una "salmodia", trascendíamos el habla común para abrirla a la fuente del sentido que la fecunda, aunque lo ignore. Aquella fue una apuesta valiente, y duradera. Nuestros ancestros, entonando preces musicalmente, lograban alcanzar el umbral donde se produce el soberano encuentro: el del Creador y las criaturas, cada una en su plano respectivo, pero acariciándose sin manos, puro oído.
Por desgracia, la poesía también sufrió toda suerte de violentaciones a mano de la Modernidad deslenguada y voraz, cayendo en manos de los propagandistas y los juglares procaces. No fue hasta que algunos eminentes cantores de los bordes (Rilke, Celan, el segundo Valente) la rescataron del lodo que pudo retomar el pulso sagrado, justo cuando parecía que estaba a punto de fenecer. Aunque la tradición de poesía bíblica nunca desapareció -ahí están los poderosos faros de Milton o de Blake, irradiando en la noche de la razón pura-, sí debemos admitir que se proponían una misión que, retrospectivamente, se nos antoja más prometeica que adánica, en su musculada desmesura lenguaraz.
Entretanto, el "entredecir" -que es ese modo de expresión literaria que dice más que lo dicho, porque tiene como tarea figurar especularmente el decir más alto y fundante- hallaba acomodo en nuevos géneros que la fragmentación de la cultura occidental generaba sin proponérselo. Ahí es donde surge el aforismo como campo abonado para la comunicación de y con lo trascendente. Desde Pascal hasta Joubert, pueden rastrearse las pisadas de una presencia que se insinúa y no se entrega por completo, pues está en su ser el sobrepasar todo límite, toda formulación extenuante. La prueba fehaciente de que los aforistas estaban tentando una auténtica comunicación trascendente, y no una mera literatura piadosa, nos la da el ámbito en el que se produce: el cuaderno privado, ese escenario de reflexión y confesión personal en el cual se aspira a que prenda la llama sagrada, tan agitada por los vientos cotidianos. Leamos a Joseph Joubert:
Donde los demás dicen Dios, el materialista se ve obligado a utilizar palabras abstractas, como naturaleza.
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Dios, el único espejo en el que es posible conocerse. En todos los demás sólo nos vemos.
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Cuando Dios se retira del mundo, el sabio se retira en Dios.
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Eterno, inmenso, infinito, Dios sólo tiene amores desmesurados.
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Dios no hace nada que no sea para la eternidad.
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Digamos: "Cuando mires al cielo, adora las nubes". Es decir: "Ama a Dios en su oscuridad".
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Dios se sirve de todo, incluso de nuestras ilusiones.
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Los males vienen de la necesidad y del orden, y los bienes de la voluntad de Dios.
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Ninguna obra es hermosa si Dios no está en ella, ya sea oculto, ya manifiesto.
Cuando digo Dios, no se me llena la boca, sino que se me vacía. (Carlos Marzal)
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Dios existe. Prueba de ello es que no se ocupa de mí. (Andrés Trapiello)
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¿Que si creo en Dios? Desde luego, creo que existe o no más allá de que yo crea en él o no. (Gabriel Insausti)
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Uno debe decidir entre sus garabatos mentales y la caligrafía de Dios. (Ander Mayora)
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Creo en Dios como interjección. (Tirso Priscilo Vallecillos)
Elias Canetti, uno de los más hondos aforistas de todos los tiempos, reserva para Dios muy sabios entredecires, unas veces explícitamente breves, otras implícitamente abreviables por el lector, en todos los casos escépticos y distantes (lo cual no significa que sean estériles para el creyente, tal vez todo lo contrario):
Las intuiciones de los poetas son las aventuras olvidadas de Dios.
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No está en manos de Dios el poder salvar de la muerte a un solo hombre. Ahí está el carácter uno y único de Dios.
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Las voces del hombre son el pan de Dios.
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El que no cree en Dios toma sobre sí todas las culpas contraídas con el mundo.
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Un dios desconocido, oculto en Marte, nos espera insomne para, al fin, después de nuestro aterrizaje, tumbarse a descansar.
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Dios volvió a poner la costilla en el costado de Adán, sopló sobre él y le dio otra vez forma de barro.
Pocos escritores como José Camón Aznar han sabido ahormar su decir aforístico a las exigencias de la escritura trascendente. Es la suya una búsqueda redomadamente católica, lo cual no le obsta para aventurarse por veredas ignotas e intrincadas. Van unas muestras:
Ya hemos crucificado a Dios. Ya el sueño de la humanidad lo acuna el diablo.
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La creación es la historia del sufrimiento de Dios
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La escala de Jacob: antes de Cristo para buscar a Dios en las alturas, después en los abismos.
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Cristo es la divinidad temporalizada: cada minuto lo crucifica.
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He hablado con el diablo y hemos quedado amigos. He hablado con Dios y las palabras han abrasado mis labios.
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¿La rapidez del pensamiento? No. Como Dios está en mí, no tengo que recorrer ningún espacio para alcanzarlo.
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¡Qué gozo! Me he perdido dentro de Dios y ya no encuentro la salida.
Otro autor que ha abordado la siempre huidiza temática divina es Andrés Ortiz-Osés, si bien desde una perspectiva descreída y crítica (la peor, en mi opinión, para aproximarse a ella).
Dios es la eternidad, el hombre el tiempo y el diablo el contratiempo.
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Dios: el creador de todo.
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Creyente: el creador de Dios.
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El misterio de Dios como misterio para el propio Dios.
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Todo lo que se eleva, cae; hasta el Dios cristiano cae del cielo
encarnándose.
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Parece absurdo que Dios exista, pero sería lo lógico en un mundo
precisamente absurdo.
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Sobre la cuestión de Dios, Dios dirá.
Así las cosas, cabe preguntarse: ¿es el aforismo el género predilecto de Dios? Quiero creer que sí. Por un lado, porque los testimonios que la tradición nos ha legado de los grandes profetas se conserva en formatos portables, comprimidos (ciertamente, por razones de comodidad mnemotécnica, pero quiero creer que también por motivos más hondos). Asimismo, aparte de en parábolas, Jesucristo habló a sus discípulos en aforismos, o ellos quisieron así traducirlo y transmitirlo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos"... "El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra"... "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos"... Pero es que, a mayor abundamiento, no pocos escritores a lo divino han tenido a bien acomodarse al género más breve para reflexionar sobre aquello que sienten que les da (espiritualmente) la vida, y que creen que no van a poder de otro modo, pues el lenguaje humano es -ya se dijo al principio- limitado y limitante, y malamente acogerá lo ilimitado desbordante.
En la medida en que renuncia a la expresión completa de una experiencia que, por definición, no puede definirse, el decir aforístico se mantiene fiel a aquello que no puede conocer (entendiendo por conocimiento, claro, un saber positivo sometido a compulsa material) sino, en el mejor de los casos, vislumbrar, intuir, atisbar. Tras su apariencia apodíctica, de campanuda aseveración, el aforismo atesora una vocación pobre, contenida, humilde. En el aforismo, el escritor recobra su conciencia de criatura y abandona para siempre el ridículo complejo de creador. Sólo hay un Creador, y no escribe, o no de un modo apto para cualquier ojo: lo hacemos nosotros hacia Él, tentando las sombras, buscando la Luz. Y es en la escritura aforística donde mejor podemos brindar un hogar a la comparecencia angélica, si se produce, o desde la cual se nos facilita el despegue para la elevación espiritual, cuando nos atrevemos a acometerla.
José Luis Trullo
DE LO ESPIRITUAL EN EL ARTE
Queremos inaugurar esta revista cuatrimestral con un monográfico sobre lo espiritual en el arte, entendiendo por espiritual aquella faceta de lo humano que no es meramente corporal o sensitiva y que puede conectar con Dios. Ahora que lo espiritual se asocia más bien a un supermercado de la Nueva Era en un universo cerrado e inmanente con olor a sándalo y sonido de platillos indios, mostramos aquí a quienes desde la pintura, la poesía, la filosofía, la música, el cine, etc., conciben más bien un universo que no huele a cerrado sino que se abre a la trascendencia. En vez de la esfera, la cruz.
Francisco Lorca
Hiram Barrios
Victoria Cirlot
Jesús Cotta
José Jiménez Lozano
José Julio Cabanillas
Sira Hernández
Ángel Justo Estebaranz
Daniel Cotta
Antonio Barnés