De lo espiritual en la música


Acaso la invención de la melodía es el supremo misterio del hombre. Y es músico quien oye en sus adentros un centón de melodías. De entre ellas, elige algunas y otras las desecha. El músico oye, y escribe lo que ha oído. Es la vasija por donde transcurre esa música. Y con las melodías que ha elegido, organiza sonidos, los pauta de silencio. Pero el germen de la melodía permanece dentro de la estructura sonora, del mismo modo que en una semilla se encuentra todo el árbol.

¿Qué melodías elige y por qué desecha otras? No hay modo de explicar qué criterio rige esa elección. Para decirlo necesitamos usar palabras y es bien sabido que la música traza, sin palabras, su propio significado. Comprender el sentido de una obra musical solo puede hacerse interpretándola, tocándola con un instrumento. Podemos aclarar el sentido de un ensayo o una novela utilizando palabras, porque la obra y su interpretación, el original y su hermenéutica, tienen cierta congruencia: comparten un mismo territorio en común, que son las palabras. Pero no ocurre así en la música, que carece de esa congruencia. En la música el sentido es el sonido. En cierta ocasión le rogaron a Schumann que explicara el sentido de una sonata para piano. Volvió entonces a tocarla de nuevo.

Desde este punto de vista, el mejor hermeneuta de Beethoven, quien mejor ha explicado el significado de su obra, ha sido otro músico: Franz Liszt, quien redujo a piano aquellas sinfonías. El mejor crítico musical de todo el romanticismo ha sido Liszt por su ingente trabajo de interpretar al piano las creaciones de buena parte de los románticos. Precisamente porque conoce en profundidad ‒entiéndase: en sonora profundidad‒ está en condiciones de anticipar la música del siglo XX. En Juegos de agua de la villa de Este encontramos el impresionismo de Debussy, que a veces nos entrega esa cualidad líquida, casi informe, que el sonido deja al discurrir como el agua libre, antes de adquirir su forma definitiva en una vasija. En su vejez, Liszt empieza a introducir partituras sin tonalidad. Es el segundo paso hacia la libertad expresiva de los músicos que vendrán después de él. Toda esa música tardía de Liszt causó extrañeza y hasta incomodidad en propios y extraños. ¿No era acaso fruto de la pérdida de vigor creativo, rarezas de vejez?, pensaron muchos, hasta su propia hija y su yerno, el gran Wagner, le petit Dieu de la gran Europa. Pero esas partituras eran ya música despojada de su artificio, pues todo arte, llegado a su cenit más luminoso, pone en solfa su propio arte y maestría.

De las artes que se basan en la sucesión temporal, es la poesía la más semejante a la música. Tal vez por eso la lírica está como cogida por los pelos y puesta a regañadientes junto a los otros géneros literarios. En fin, un fastidio, una lata, pues nunca se sabe muy bien qué hacer con ella. Porque la poesía, por lo que tiene de música, produce el mismo fastidio al crítico literario, que jamás podrá aclarar con sólo palabras el sentido esencial de un poema. En un poema, el sentido de las palabras está conformado, interpretado, por la cadencia rítmica con que se suceden y por la particularidad sonora, el timbre, de cada vocal o consonante que la componen. Timbre y ritmo son partes constitutivas que comparten músicos y poetas. Por eso es muy frecuente el trasvase de experiencias entre unos y otros. Y aun la formación y el desarrollo artístico de ambos se parecen bastante. En la evolución creativa de poetas y músicos existen algunos paralelismo. Poetas y músicos no son partidarios de leer explicaciones de las obras de otros creadores. Prefieren ir al original, sin intermediarios. En su etapa formativa, un poeta escribe como Bécquer, como Machado, como Gil de Biedma, hasta que un día ‒un milagroso día‒ escribe como él mismo. Es el poema cero. A partir de ahí creará una obra que sólo se parece a sí misma, impulsada por un aliento del todo originario. Después de escuchar a Frederic Mompou, algún crítico dio en decir que se podía hacer música de piano después de Debussy. Faltaría más. Todo músico tiene su partitura cero. Es más, todo músico (o poeta) será tanto más grande cuantas más partituras cero encontremos a lo largo de su obra completa. Las últimas partituras de Liszt irradian libertad, sin apenas ganga sonora. El Llanto de García Lorca ya no es popularismo, surrealismo, poesía humana o social. El Llanto es el poema cero, la radiación del espíritu humano puesto en palabras, es decir: cadencias, ritmos, timbres, imágenes. Sentidos con sonidos al alimón.

¿Pero cómo sabe un poeta, un músico que ha encontrado esos sonidos, esa melodía? Podría pensarse que se lo indica su gusto artístico ya formado, lo que podemos llamar buen gusto. Este sería una mezcla de un sólido conocimientos del propio arte, sentimientos aquilatados y absoluta carencia de prejuicios. Todos conocemos a melómanos, lectores de poemas, interpretes muy técnicos. Y sin embargo…

Yo que siempre me afano y me desvelo
Por parecer que tengo de poeta
La gracia que no quiso darme el cielo.

Es el modestísimo don Miguel de Cervantes, nada más y nada menos, quien nos señala al cielo y la gracia. Es decir, a elementos que están fuera de los mecanismos usuales de la naturaleza o las artes. Una melodía es un regalo y no cabe más que dar las gracias. Es el primer verso ‒decía Valéry‒ que nos da el cielo. Luego vendrá el trabajo.

El criterio por el que el músico elige una melodía es el mismo con que un oyente prefiere una y no otra: la honda emoción que deja en su ánimo. El que escucha ‒sea el músico o el público‒ sabe sin ninguna duda que esa es una melodía excelente. Lo descubre en un momento, como en un relampagueo que le transforma su percepción del mundo y su íntimo estar en él. Bastan unas pocas notas y en un momento todo se trastoca. Para comprobarlo basta con que pongamos una película. Veamos una escena sin banda sonora y luego con ella. El relato cambia por completo. Y no es que la música se ajuste a las imágenes. Más bien transforma por completo el relato. La música dota de una precisión íntima a la escena. Incluso esa banda sonora oída más tarde, sin imágenes, fuera de la película, sigue produciéndonos la misma conmoción. Ahí está, por ejemplo, la música de El oboe de Gabriel, escrita por Morricone para la película La misión. Seguramente recordamos la melodía más que la imagen.

En fin, esto es hablar por hablar, porque cualquiera ‒tenga o no formación musical‒ lo ha experimentado. La música es así de directa. Solo unas pocas notas, y se produce la transformación. Los griegos emplearían la palabra metanoia: más allá, fuera de nuestro pensamiento. La melodía nos obliga a desandar el camino y coger otro en una nueva dirección. El músico (o el oyente) sabe que esa conversión es algo real, que no halla su explicación como un puro estado de ánimo que se difumina, hasta borrarse, en los légamos del subconsciente. La música es un hecho objetivo capaz de transformar en un instante al músico y los oyentes. Tiene la fuerza transformante de un don divino. Den, don, din… Estos son los sonidos, el timbre, de las cuatro palabras anteriores. Parece que esas mismas palabras se esfuerzan por darnos el sonido de unas campanitas que alguien ‒seguramente un ángel, un niño, un inocente‒ está tocando ahora. Una invitación, una llamada a participar en algo que a todos nos excede. Al final de su Poética musical, Igor Stravinsky nos dice que “el sentido profundo de la música y su fin esencial, es promover una comunión, una unión del hombre con su prójimo y con el Ser.”

José Julio Cabanillas



DE LO ESPIRITUAL EN EL ARTE

Queremos inaugurar esta revista cuatrimestral con un monográfico sobre lo espiritual en el arte, entendiendo por espiritual aquella faceta de lo humano que no es meramente corporal o sensitiva y que puede conectar con Dios. Ahora que lo espiritual se asocia más bien a un supermercado de la Nueva Era en un universo cerrado e inmanente con olor a sándalo y sonido de platillos indios, mostramos aquí a quienes desde la pintura, la poesía, la filosofía, la música, el cine, etc., conciben más bien un universo que no huele a cerrado sino que se abre a la trascendencia. En vez de la esfera, la cruz. 





Francisco Lorca

Hiram Barrios

Victoria Cirlot

Jesús Cotta

José Jiménez Lozano
Ángel Justo Estebaranz

Antonio Barnés