La mística, como el elemento más genuino de la vivencia religiosa, cobra en nuestros días una relevancia especial, hasta el punto que para muchos analistas la única manera que tienen las grandes religiones de hacer frente a la crisis de la religiosidad en el mundo occidental es revitalizar su vertiente mística un tanto olvidada. Llevan razón los que lamentan el olvido que en los últimos siglos se ha producido concretamente en la experiencia cristiana de la gran riqueza mística que tiene nuestra tradición religiosa. Esto se debe a la fuerte presión del pensamiento ilustrado, centrado principalmente en una razón positiva y científica, y a la insistencia del discurso teológico y espiritual en lo ético y el compromiso con el mundo.
El misticismo siempre ha sido conflictivo por ser uno de los aspectos de la experiencia humana que se escapa a los parámetros de la vida cotidiana. A veces las mismas instituciones religiosas han visto a los místicos con recelo y como iluminados equivocados, aunque más tarde los reconocieran como modelos de vida espiritual. Y por otro lado, para parte del pensamiento materialista y ateo se trata de personas con problemas mentales o de ilusos que en determinadas situaciones provocan una percepción distorsionada de la realidad creándose un “espejismo de Dios” como diría Richard Dawkins. A este respecto es de destacar el interés positivo que en las últimas décadas algunos científicos, sobre todo neurólogos y genetistas, han mostrado por el fenómeno místico (neuroteología), considerando que este tipo de experiencias tienen una base biológica. Cada vez más, el hecho de que la física de partículas o la cosmología nos hayan revelado la complejidad y dinamismo de la materia, y lo misteriosa que resulta la realidad, está provocando que los científicos se acerquen a las vivencias espirituales con más naturalidad y sin tantos prejuicios, que en ocasiones sólo eran ideológicos.
Para la teología católica es imprescindible la referencia al Misterio como rasgo distintivo de la mística cristiana. Se trata de lo inefable, de aquello que no se puede decir ni explicar y que nos trasciende. Dios es siempre mucho más de lo que nuestros conceptos pueden expresar y nuestras experiencias conocer. Juan Martín Velasco, conocido estudioso del misticismo, señala que “el Misterio se revela como la Presencia, en lo más íntimo del sujeto, de la más radical Trascendencia”. Presencia, intimidad y trascendencia, son los términos que, estrechamente interrelacionados, explican la esencia de la experiencia mística, del encuentro con el Uno o el Todo. Entender la trascendencia como algo separado y distante de nuestra realidad –Dios que está allí arriba y nosotros aquí abajo– es uno de los aspectos que más malentendidos provoca, pero la persona religiosa reconoce la trascendencia del Absoluto desde la conciencia de su presencia en la entraña de lo real y el corazón de la persona. Es lo que en lenguaje teológico se conoce como “la trascendencia en la inmanencia”. Si identificamos estas dos realidades, como sucede en muchos grupos de la llamada religiosidad alternativa tipo New Age, la creencia se convierte en panteísmo. Pero la fe cristiana sostiene que Dios está en la entraña de la materia y la realidad, sin confundirse con ella, sustentándola y haciendo posible su existencia desde una creación continua: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). San Agustín lo expresó de forma insuperable al decir que se trata de algo más íntimo a mí mismo que mi propia intimidad (“Interior intimo meo”).
No hay oposición entre mística y racionalidad como hoy algunos pretenden, y a principios del siglo pasado creyeron Ortega y Unamuno, al inclinarse en sus preferencias intelectuales el primero por Descartes y el segundo por Juan de la Cruz. Como decía Theodor Adorno “todo pensamiento que no se decapita termina en trascendencia”, es decir, cuando se tiene la osadía de llevar los razonamientos y experiencias hasta sus últimas consecuencias, al final siempre aparece el Misterio. Pascal diría que “el hombre supera infinitamente al hombre”. Tampoco hay incompatibilidad entre lo místico y el compromiso social, ya que la auténtica espiritualidad no sólo no se inhibe en la lucha por mejorar este mundo, sino que la exige y la potencia. Ni siquiera entre misticismo y verdades teológicas hay contradicción, pues en el verdadero místico se revela que la verdad descubierta en su experiencia y la que manifiestan los dogmas religiosos es la misma, sólo se trata de lenguajes y accesos diferentes a la realidad profunda que encierran, unos vivenciales y otros intelectuales. Y la experiencia mística no está reservada a gente excepcional y privilegiada, sino que es asequible a toda persona religiosa, cuando está dispuesta a dejarse imbuir del Misterio, y a vivir desde una actitud teologal, en fe, esperanza y amor.
El hombre moderno, como inicio de su vía purificadora, necesitaría abandonar la autosuficiencia orgullosa –el “Homo homini Deus” de Feuerbach–, para poder acceder a la iluminación del pleno conocimiento y degustar la unión de “la cena que recrea y enamora”. Pero, por el momento, no parece que esté dispuesto a reconocer con humildad esa finitud que le define como criatura religada a Dios, y que constantemente le remite al Infinito, como tan maravillosamente expresan “los dedos de Miguel Ángel” en la Capilla Sixtina.
Francisco Lorca
DE LO ESPIRITUAL EN EL ARTE
Queremos inaugurar esta revista cuatrimestral con un monográfico sobre lo espiritual en el arte, entendiendo por espiritual aquella faceta de lo humano que no es meramente corporal o sensitiva y que puede conectar con Dios. Ahora que lo espiritual se asocia más bien a un supermercado de la Nueva Era en un universo cerrado e inmanente con olor a sándalo y sonido de platillos indios, mostramos aquí a quienes desde la pintura, la poesía, la filosofía, la música, el cine, etc., conciben más bien un universo que no huele a cerrado sino que se abre a la trascendencia. En vez de la esfera, la cruz.
Francisco Lorca
Hiram Barrios
Victoria Cirlot
Jesús Cotta
José Jiménez Lozano
José Julio Cabanillas
Sira Hernández
Ángel Justo Estebaranz
Daniel Cotta
Antonio Barnés