Jacinto Choza.- En la cultura occidental se han dado varias determinaciones de la esencia humana, según las diferentes épocas, y se han organizado los sistemas sociales y culturales correspondientes para su oportuna realización. A lo largo de ese proceso, desde la paideia griega al humanismo de la Ilustración, se ha producido una universalización y enriquecimiento del ideal de humanitas.
La definición de hombre que formula Aristóteles en la Política como hablante capaz de generar consenso era aplicable a un pequeño grupo de la población ateniense de la época. Desde entonces hasta el siglo XX las sucesivas ampliaciones del ideal y las críticas a sus realizaciones que periódicamente se encontraban insuficientes, han dado lugar a una propuesta en 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos, que es la que tiene vigencia al iniciarse el siglo XXI.
La fórmula aristotélica ha sido el hilo conductor de la historia de nuestra cultura, y desde 1789 el de la historia universal, que se puede comprender como la aspiración del hombre como libre en sí hasta su realización como libre por sí según la formulación de Hegel. La historia es historia del consenso generador de lo humano, el proceso de la libertad que quiere la libertad y que realiza la libertad. A pesar de las observaciones hegelianas sobre la imposibilidad de seguir entendiendo según ese esquema la historia y el arte, la historia todavía sigue resultando inteligible según las claves que él suministró, y sigue teniendo el sentido de realizar la libertad hasta alcanzar el 100% de los seres humanos
La definición aristotélica de hombre como «animal que tiene lenguaje» se cumplía para los varones propietarios de tierras, que en el siglo IV a. C. eran el 1 ó 2% de los 300.000 habitantes de Atenas en los siglos V y IV a. C. Es decir, se cumplía para unos 3.000 individuos, en un conjunto de 20 millones de habitantes en toda Europa y de 150 millones en todo el planeta, o sea, para uno de cada 50.000 seres humanos, que entonces tenían una expectativa media de vida de unos 35 años.
La Declaración de los Derechos Humanos tiene vigencia a comienzos del siglo XXI en el mundo occidental para unos mil millones de personas, en un conjunto mundial de 6.000 millones de habitantes. La proporción de hombres libres ha pasado, de ser 1 de cada 50.000, a ser 1 de cada 6, mientras que el número total de hombres con sus derechos formales tutelados ha pasado de 30.000 a 6.000 millones, ahora con una expectativa media de vida 70 años en lugar de los 35 de las épocas anteriores al siglo XIX. Quizá estas cifras sirven para darle validez fáctica y estadística a la tesis hegeliana sobre el sentido de la historia, pero para darle legitimidad filosófica hay que mostrar más analítica y reflexivamente la validez de esas cifras y esa tesis.
La esencia nunca está dada ni es conocida del todo, sino que ha de revalidarse en cada época y en su insuperable horizonte moral. Y puesto que la filosofía es el propio tiempo en conceptos, la legitimidad de la tesis enunciada hay que establecerla por referencia a la validación de la esencia humana, por referencia a la definición de hombre que se puede formular a comienzos del siglo XXI con la necesaria y suficiente autoconciencia epocal.
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Desde hace tiempo se repite como una tesis canónica de la Antropología filosófica que el hombre no tiene medio sino mundo, porque no se adapta él al medio, sino que adapta el medio a él y de ese modo crea el «mundo», los universos culturales. Semejante tesis se hace perceptible y verdadera por primera vez con la revolución neolítica, pero durante el Neolítico son tantos los desajustes entre el hombre y su medio, entre la vida buena o feliz y las actividades que permiten la supervivencia, que los momentos de optimismo y fe en el progreso frecuentemente tienen su contrapeso en las proclamaciones de la decadencia y alienación humana, desde el regeneracionismo platónico hasta el sentimiento de decadencia de Oswald de las alienaciones marxistas.
Con todo, la verdad y la vigencia de la venerable tesis antropológica se presenta con una fuerza nueva a partir del siglo XX, de lo que se puede considerar el fin del Neolítico, cuando se constata, se proclama o se denuncia por doquier que el hombre ni siquiera tiene medio, que la naturaleza ha desaparecido, y que lo único que le queda es mundo, construcción, cultura.
A partir de entonces la riqueza ya no es la tierra, los productos de su superficie, ni el producto de sus profundidades. Es el hombre mismo, su capacidad creativa, el capital humano, lo que produce riqueza. La ciudad, las comunidades humanas, ya no están principalmente en un lugar geográfico, ya no son los lugares físicos donde se logran acuerdos, sino que los acuerdos son los que generan lugares físicos, y de cualquier otro tipo. Y las formas de comunicación, que unificaban el pasado de los hombres según era su actividad con su propio presente, ya no cuentan lo que pasó, sino que unifican las actividades presentes con otras actividades contando lo que va a pasar en el futuro o en cualesquiera otras dimensiones temporales.
No es lo más adecuado llamar a esto deshumanización, ni «muerte del hombre», ni «antihumanismo», por más que todas esas expresiones correspondan a análisis de definiciones del hombre que perdieron su vigencia histórica. Si se miran los procesos a una escala temporal más amplia, y si se enfocan bajo otras actitudes interrogativas, entonces se perciben otros rasgos de ellos que permiten una nueva comprensión. En función de esa nueva perspectiva es pertinente revisar las formas de la realización del hombre y el proceso global de asunción o subsunción de la realidad toda en el mundo, en la cultura, es decir, en la interioridad humana.
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La humanidad surge con el homo sapiens sapiens, que se diferencia de los restantes animales porque en lugar de adaptarse él al medio exterior para satisfacer sus necesidades, adapta el medio exterior a sus necesidades, deseos, ilusiones y sueños. El hombre disuelve la exterioridad en la interioridad de su cultura, su lenguaje, sus proyectos, etc., y mediante ellos lleva a cabo la presentación de sí mismo, es decir, realiza sus ideales de humanitas, sus concepciones de lo humano, su humanismo.
El hombre necesita siempre un lugar físico en el que situarse, pero inmediatamente lo coloniza culturalmente, lo convierte en interioridad. Porque hay circularidad entre construir, habitar y pensar. Es inevitable la signación y la domesticación de los espacios y de los vivientes con los que se trata al vivir, al sobrevivir, porque es inevitable la emergencia de una intimidad en ese proceso, y porque es inevitable la proyección espacial de la intimidad y la conversión del espacio externo en casa.
La casa es siempre un lugar físico, que puede ser una cueva o una choza en el Paleolítico, una fortaleza, un castillo o un recinto amurallado en la Antigüedad griega y romana y en el Medievo, o una ciudad en los tiempos modernos. Pero ese lugar físico, que es al mismo tiempo una intimidad, el lugar de la compañía y la convivencia, no está flotando en las aguas o en los espacios siderales.
Esa casa es el lugar de una banda, una tribu, una familia, un pueblo, unos creyentes o una nación, que sabe de sí porque se define de una manera, porque conoce y sabe de sus fronteras y límites en relación con las partes de la tierra que son desconocidas y con los grupos humanos que les son ajenos.
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El ámbito físico de las sociedades modernas son los países, y su unidad interna es la nación o sociedad civil que la habita, y el Estado, que puede concebirse como la sustancia ética de esa sociedad civil, como el saber que tiene una comunidad de sí misma y el querer eficaz sobre sí misma y la tarea que le cabe realizar en el conjunto de las naciones. La tarea es reducir lo que queda de exterioridad, llevar a los salvajes que habitan en los nuevos mundos a la emancipación, a la racionalidad, a la mayoría de edad, en tanto que individuos y en tanto que naciones y estados.
Cuando la Modernidad ilustrada ha llevado a cabo su proyecto ya no es posible imaginar exterioridad alguna, y eso es el inicio de la Postmodernidad en el siglo XX. La exterioridad y lo inhumano son los otros, eso que el siglo XX ha descubierto como lo máximamente valioso en el momento en que acaba de desaparecer, como se ve proclamado en numerosos títulos.
Cuando se inicia el siglo XXI, no solamente no hay exterioridad geográfica en el planeta, y sus restos hay que albergarlos y protegerlos en la interioridad humana mediante recintos físicos y leyes administrativas, generando los «parques naturales». Tampoco queda exterioridad fuera del planeta, en sus alrededores y en el sistema solar, ni incluso más allá. La exploración espacial se inicia a mediados del siglo XX, pero antes de que finalice la centuria ya se ha acuñado el concepto de «basura espacial» que tiene todas las connotaciones del término «basura» a comienzos del XXI, a saber, residuos de los que hay que responsabilizarse, recoger y reciclar porque no hay ninguna exterioridad que pueda ensuciarse. El universo se mira en cierto modo con los ojos con que se miraba el «mare nostrum» y entre todas las agencias espaciales se asume la tarea que asumió Escipión de limpiar el Mediterráneo de obstáculos y piratas.
Pero no solamente no queda exterioridad geográfica ni sideral. Tampoco queda exterioridad político-moral humana ni divina. El Occidente en el siglo XX suprimió la pena de muerte porque no podía soportar la idea de «desecho humano no retornable», y desarrolló instituciones, programas y leyes en los que asumía la responsabilidad de integrar en la interioridad humana a los individuos humanos que eran destructivos para esa misma interioridad.
Tales leyes y programas están en consonancia con el ideal del humanismo ilustrado y su consideración del hombre como el valor supremo y como un fin en sí mismo. Y en correlación con estas concepciones y sus correspondientes prácticas, desapareció paulatinamente en las formas del cristianismo occidental (aunque no tanto en las formulaciones dogmáticas) la creencia en el infierno. Porque para una sociedad que maneja conceptos como los de «basura y reciclaje» y que ha suprimido la pena de muerte, resulta muy difícil creer que Dios es menos hábil que los hombres en la gestión y tratamiento del mal, de los desechos físicos y humanos, e incluso que pueda haber categoría semejante en el orden divino si se ha suprimido en el humano.
Desaparecida, pues, la exterioridad, no queda relación posible de intercambio con ella. Lo que quedan son relaciones de intercambio entre los diversos sectores y compartimentos de la interioridad humana, que están comunicados entre sí por relaciones comerciales o de puro conocimiento por placer (turismo), y que están tuteladas por leyes de los diferentes estados, o por instituciones y normativas supraestatales como la Organización de las Naciones Unidas, la Organización Mundial de Comercio, etc. El despliegue de la comunicación desde el comienzo del Neolítico hasta finales del segundo milenio d. C. ha dado lugar a un mundo la globalizado en el que todo está relacionado y conectado con todo.
Aun así, queda una cierta exterioridad dentro de ese mundo globalizado, que es el conjunto de individuos que, por diversos motivos, no quedan adecuadamente integrados dentro del sistema racionalizado de las relaciones entre los humanos. Son los inmigrantes clandestinos, los «sin papeles», los actores de la economía sumergida, los delincuentes, etc. Estos individuos, por numerosos que puedan ser, se encuentran en una «cierta» exterioridad porque son «exteriores» respecto de los controles estatales de la nacionalidad, del tráfico mercantil, de la normativa fiscal, etc., pero no son exteriores respecto a la sociedad humana misma porque no son exteriores a sus sistemas educativos, sanitarios, de comunicación, etc., y porque la sociedad humana aspira precisamente a integrarlos según determinadas formalidades establecidas, y derivadas precisamente de esos derechos humanos que vehiculan en concreto la realización del ideal de humanismo.
El despliegue y realización de la esencia humana, de los ideales de humanitas o de las propuestas de humanismo, es pues un proceso que tiene las características que señalara Vico en el siglo XVIII y Hegel en el XIX con las correspondientes rectificaciones. Es un proceso de reflexión, de interiorización, de asumir en el lenguaje y en la conciencia, en el diálogo interhumano, parcelas cada vez más amplias de la realidad exterior y de la realidad interna, individual y social. Es una reflexión que tiene sus degeneraciones en formas de barbarie de la racionalidad, como Vico señalara, y que procede por aparición para la conciencia y objetivación de todo lo real vivido cognoscitivamente y pragmáticamente, como Hegel señalara también. Pero que a comienzos del siglo XXI no aparece como destinada a culminar en ningún caos ni en ninguna forma absoluta de sabiduría ni de armonía humana.
Más bien puede describirse como una reflexión o un proceso de interiorización que termina una etapa de liquidación de la exterioridad y que inicia otra de articulación y construcción de relaciones entre sus diferentes sectores. El proceso de humanización, de realización del humanismo, se percibe en el siglo XXI más bien como un proceso de superación de las escisiones de la esencia humana de las épocas pasadas, y de construcción de nuevas formas de humanitas presididas por el reconocimiento más amplio posible de todos los individuos y grupos humanos.
(Extraído de Historia cultural del humanismo. Thémata / Plaza y Valdés, Sevilla / Madrid, 2009. Texto completo en este enlace).
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REHUMANISMO
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PRESENTE Y FUTUROS DE LA TRADICIÓN
REHUMANISMO
Desde Numen queremos reivindicar, con humildad y con orgullo, la belleza de un concepto, el de rehumanismo, que conduce no solo a la libertad y la igualdad de todos los miembros de nuestra especie, sino sobre todo a la fraternidad. Esta es la cumbre de las otras dos, porque si el amor al hermano no es libre no es amor y si el hermano no es igual a mí no es hermano. Igual que a los romanos les cautivó no el mensaje de los cristianos sino el amor que dispensaban, el mayor atractivo de este rehumanismo es su canto a la belleza y excepcionalidad de este hombre que Homero cantó y Cristo declaró más valioso que todos los lirios y pájaros del campo, para salvarlo no solo de la ignorancia y la oscuridad, sino sobre todo del desamor. Reunimos un conjunto de textos, de diversa vocación y naturaleza, con un ánimo común: el de invitar a reinventar el valor de lo humano a través del amor.
Jesús Cotta
John N. Stephens
Armando Pego:
Jacinto Choza
Ander Mayora
José María Jurado
José Luis Trullo
Manuel Neila:
Antonio Pele
Emilio López Medina
José Julio Cabanillas
PRESENTE Y FUTUROS DE LA TRADICIÓN
La naturaleza humana consiste en una vida dotada de logos o en un logos dotado de vida. La tradición tiene mucho que ver con ella: nos transmite como algo precioso el modo cultural en que los que nos han hecho posibles han ido desplegando antes de nosotros esa naturaleza híbrida tan única en el cosmos. Sin embargo, con el progresivo desarrollo de la Ilustración, los grandes referentes tradicionales (religión, tradición y naturaleza) han sido sustituidas por los de ciencia, progreso y autonomía individual: las trillizas de la razón frente las trillizas del miedo, lo irracional, la neofobia. En el presente monográfico hacemos balance de las consecuencias del abandono de la tradición y de su necesaria reevaluación como pauta de diálogo entre generaciones.
Jesús Cotta
Raimon Arola
José Luis Trullo
Miguel d'Ors
José Julio Cabanillas
Antonio Rivero Taravillo:
Javier Recas
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DE LO ESPIRITUAL EN EL ARTE
Incluimos tanto textos y entrevistas de reflexión general, acerca de la mística y la racionalidad, del espacio que ocupa el cristianismo en la sociedad moderna, de cómo la herencia clásica grecorromana se proyectó hacia el modelo de hombre cristiano, del modo en que el arte acoge lo espiritual en nuestros días, o de la capacidad de la música para abrirse a la trascendencia; como desarrollos de aspectos más concretos, caso del modo en que Dios ha sido abordado por la poesía y el aforismo, o los tratamientos particulares de la temática religiosa en algunos autores (Borges, Ibáñez Langlois).
Francisco Lorca
Jesús Montiel
"Dios es un amor que nos sostiene"
Jacinto Choza
La actitud religiosa de Juan Ramón Jiménez
Hiram Barrios
Victoria Cirlot
Jesús Cotta
José Jiménez Lozano
José Julio Cabanillas
Sira Hernández
Ángel Justo Estebaranz
Antonio Barnés