La excepción humana





Dios ha mandado dormir a los hombres y les ha dado el Tiempo


La historia de la civilización podría resumirse en la imagen de un hombre y una mujer que cavan desnudos un agujero en el que guarecerse del sol. Su propósito no es otro que fundar la ciudad que los preserve de las inclemencias del tiempo, olvidando el desierto que riela sobre sus cabezas.

Cavado el hoyo, construida la ciudad, la religión no sería sino la escotilla que se abre en lo alto, para dar paso a la superficie; y el misterio, el aire limpio del exterior.

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Los hombres son doblemente perdedores, pues creen que para vencer la muerte han de entregar siempre su voluntad. Esclavizados por la ciencia o maniatados por la religión, olvidan que su primer cometido es aprender a morir, aceptar el cadalso con la beatitud que prescinde tanto de fórmulas matemáticas como de símbolos consoladores.

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Las ideologías constituyen un esquema y un programa al que se intenta verter la realidad. Se incide y se trabaja sobre el mundo, la nación, la comunidad o el hombre, para que respondan a los enunciados del capricho ideológico de turno y a sus consiguientes meandros sistemáticos, sin dejar lugar a la incertidumbre y lo incontrolable.

El pensamiento religioso, por contra, asume esa incertidumbre, la integra en su sistema y le da el nombre de Providencia. Por ello, lo religioso se eleva sobre lo ideológico al integrar de un modo más convincente y totalizador la contingencia del mundo: otorga su lugar a la fatalidad y le da el carácter de designio; mientras que el ideólogo lo califica, en su simpleza, de terrible sabotaje del bando contrario.

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Quizá asistamos en un futuro a la unificación de las religiones como consecuencia de la unificación ya en marcha y progresiva del mundo. En efecto, se reconoce ya un núcleo común que las entronca, una philosophia perennis de la que las diversas tradiciones no serían sino manifestaciones circunstanciales, expresiones locales de una única experiencia innombrable. El núcleo esencial, dice esta sabiduría, estaba allí desde el principio, mucho antes de que comenzaran a interactuar esas tradiciones diversas; el hombre ha llegado a él por diferentes vías, según las circunstancias socio-culturales de cada lugar y época. Ese núcleo, según se dice, tiene un nombre, aunque de por sí es innombrable, pero hemos de darle uno para continuar: no-dualidad.

Así, con el despojamiento de lo circunstancial (sociedad, cultura, tradición…) se ha querido revelar, por fin, lo esencial soterrado en toda experiencia humana desde el principio: la experiencia no-dual que se evade de cualquier diferencia y unifica al sujeto y al objeto. Por ello, la unificación final del mundo al que avanzamos habrá de ser el escenario en el que esa unidad de la experiencia humana se manifestará de una vez por todas, dotando de una misma religión al mundo unificado, hasta hacer desaparecer las diferencias de alma que lo albergaban.

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En el cristianismo, la grandeza viene asociada a la derrota: Dios mismo crucificado como un miserable. En el Islam, la derrota –la sumisión– se pliega a la grandeza: Dios cabalgando con la espada blandida sobre las cabezas de lo hombres. Podría afirmarse aquí que la Cruz se halla más cercana a la experiencia del hombre que la media luna, pues se sustenta en la fragilidad que todo hombre conoce, frente a la victoria que sólo unos pocos palpan. Una es la comprensión (Dios hecho hombre), mientras que la otra es el temor (Dios subyugando).

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Nietzsche creyó que la miseria del hombre tenía su origen en los valores heredados de la Tradición, sin caer en la cuenta de que el hombre se había dado esos valores precisamente para escapar de su miseria.

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El hombre se ha hecho a imagen y semejanza de la palabra, pensando quizá que, al igual que esta, él sólo tiene sentido si se llena de un significado.

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La alegría como enigma del hombre. ¿Por qué alucinado sortilegio nos mantenemos alegres contra todo pronóstico, contra todo razonamiento y evidencia? Unos proponen la salud vital; otros, la vida del espíritu. En la confluencia de ambos ha de hallarse el camino que nos lleve al manantial que nos nutra hasta el último estertor.

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No es posible la emancipación a la que han aspirado los hombres, puesto que a la liberación de una cadena cualquiera le seguirá siempre el cierre de otra cadena, amparadas como están, todas ellas, por la perenne necesidad humana de encadenarse. Ya se ha dicho: se derriban las estatuas, pero no los pedestales.

Y dado que una cadena libremente elegida puede ser libremente rechazada –abismándonos, ambas opciones, en el desorden–, es preferible una cadena irrompible que, eterna, se halle sujeta al depósito de la experiencia espiritual y sea refinada por sus frutos; una aurea catena que, irrompible, done la subordinación gozosa a la cuerda radiante enhebrada por los hombres.

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Desde tiempos remotos, los hombres han acudido al templo en busca del buen dios. Lo hicieron durante milenios. Hoy, sin embargo, habiendo renunciado ya a encomendarse, se entregan al licor y a las pieles turgentes y suaves, a las fatuas llamaradas de su antojo, dos días por semana (y ya sólo el despertador puede los lunes levantarlos de la cama).

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Las últimas investigaciones afirman que no existe una naturaleza humana buena o mala. Simplemente, unos hombres son malos y otros buenos. La eterna polémica entre Caín y Abel. La religión vio claro lo que la ciencia sólo comienza a balbucear.

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Ante la masificación y la anomia, los hombres buscan elementos que les constituyan, que les den un ser diferenciado de esa misma masa sin identidad de la que reniegan; pero, por un prejuicio de la historia que contribuye a su ser de muchedumbre, detestan los cultos de siempre que, en efecto, los salvarían. Maldicen la tradición sin saber que es esa misma tradición la que les sustraería de la masa.

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La posibilidad de un hombre mejorado genéticamente aparece ya en el horizonte de la humanidad. Es la nueva utopía, el hombre nuevo, el ungido del futuro, libre de la carne y el sufrimiento. Es el nuevo mito para una época sin dioses, el dios inmanente manufacturado al capricho del hombre. Es, en definitiva, el producto de la Ciencia, religión de la modernidad y todas sus post-modernidades, que adolecían de la falta de un mito y que, por fin, lo han encontrado.

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El cerebro es acaso la culminación de la organización de la materia, el pináculo de la vida en la tierra. Con este órgano, la realidad inventa su propio auto-descodificador, se piensa y se percibe a través del filtro de sí misma por encima de los demás fenómenos del universo.

Y aunque en el reino animal se dé una gran variedad de tipos, de entes guía en la masa amorfa de la materia, los cerebros no constituyen una jerarquía, pues cada uno está diseñado y adaptado a su medio con el fin de asegurar la supervivencia del individuo. Son llaves que abren diferentes puertas y que dan a la misma sala.

No obstante, desde una perspectiva de adaptabilidad vital, de inmersión del ánimo y el comportamiento en el entorno, sí podría concebirse una jerarquía que tomase como principio ordenador fundamental la tesis batailleana de que «el animal está en el mundo como agua dentro del agua».

En los rangos desiguales de ese estar en el mundo, el cerebro humano se hallaría en lo más bajo de la graduación, como polvo suspendido en la superficie del agua, a merced de las corrientes, pero sin formar parte de ellas. Y es que su conciencia, privilegio en verdad de doble filo, le acerca a todas las cosas como una llave maestra –siguiendo la metáfora anterior–, pero le separa de todas ellas por la esfera voluble y adaptable de esa conciencia.

Ahí, en esa volubilidad, yace inerte y suspendido en la superficie del agua, bajo el tórrido sol, como en una maldición que lo hace siempre consciente de su inadecuación y su futilidad.

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Los mitos que han servido de amparo a sucesivos «hombres nuevos» han dejado exhausto al hombre de siempre, compuesto sólo de tentativas, retazos de utopías y naufragios de buenas intenciones.

Hoy, el hombre es ya sólo un bloque muerto de estrellas apagadas, que vaga en el espacio helado de su desengaño, a merced de su frustración y su hastío.

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La historia no es más que un agujero en tierra reseca, situado al lado del pozo de agua cristalina de la salvación, y que las manos de los hombres abren en busca de un agua que sacie su sed. Su hendidura corre en paralelo al estanque de agua clara, sin que jamás se toquen. Sólo, de vez en cuando, algo del claro fluido se filtra en el agujero, alimentando la esperanza de la salvación con el frescor de su pureza. Es gracias a estos contactos por lo que el hombre intuye la cercanía de esa transparencia, pero, incapaz de renunciar al hundimiento debido a su imperfección, mira, nostálgico, los vestigios de esa claridad que a duras penas logra imaginar, y retoma su perdición en una oscuridad cada vez más profunda.


El hombre debe su origen a lo sobrenatural, 
porque se trata de un problema sin solución humana.


(Extractos de La clemencia del tiempo, de Ander Mayora, libro publicado por la editorial sevillana Los Papeles del Sitio en el año 2015), seleccionados por el autor para su inclusión en la revista NUMEN).





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REHUMANISMO

Desde Numen queremos reivindicar, con humildad y con orgullo, la belleza de un concepto, el de rehumanismo, que conduce no solo a la libertad y la igualdad de todos los miembros de nuestra especie, sino sobre todo a la fraternidad. Esta es la cumbre de las otras dos, porque si el amor al hermano no es libre no es amor y si el hermano no es igual a mí no es hermano. Igual que a los romanos les cautivó no el mensaje de los cristianos sino el amor que dispensaban, el mayor atractivo de este rehumanismo es su canto a la belleza y excepcionalidad de este hombre que Homero cantó y Cristo declaró más valioso que todos los lirios y pájaros del campo, para salvarlo no solo de la ignorancia y la oscuridad, sino sobre todo del desamor. Reunimos un conjunto de textos, de diversa vocación y naturaleza, con un ánimo común: el de invitar a reinventar el valor de lo humano a través del amor.


Jesús Cotta

John N. Stephens

Armando Pego: 

Jacinto Choza

Ander Mayora

José María Jurado


Manuel Neila: 

Antonio Pele

Emilio López Medina

José Julio Cabanillas







2
PRESENTE Y FUTUROS DE LA TRADICIÓN

La naturaleza humana consiste en una vida dotada de logos o en un logos dotado de vida. La tradición tiene mucho que ver con ella: nos transmite como algo precioso el modo cultural en que los que nos han hecho posibles han ido desplegando antes de nosotros esa naturaleza híbrida tan única en el cosmos. Sin embargo, con el progresivo desarrollo de la Ilustración, los grandes referentes tradicionales (religión, tradición y naturaleza) han sido sustituidas por los de ciencia, progreso y autonomía individual: las trillizas de la razón frente las trillizas del miedo, lo irracional, la neofobia. En el presente monográfico hacemos balance de las consecuencias del abandono de la tradición y de su necesaria reevaluación como pauta de diálogo entre generaciones.


Jesús Cotta

Raimon Arola

José Luis Trullo

Miguel d'Ors

José Julio Cabanillas
Antonio Rivero Taravillo:

Javier Recas






1
DE LO ESPIRITUAL EN EL ARTE

Incluimos tanto textos y entrevistas de reflexión general, acerca de la mística y la racionalidad, del espacio que ocupa el cristianismo en la sociedad moderna, de cómo la herencia clásica grecorromana se proyectó hacia el modelo de hombre cristiano, del modo en que el arte acoge lo espiritual en nuestros días, o de la capacidad de la música para abrirse a la trascendencia; como desarrollos de aspectos más concretos, caso del modo en que Dios ha sido abordado por la poesía y el aforismo, o los tratamientos particulares de la temática religiosa en algunos autores (Borges, Ibáñez Langlois).


Francisco Lorca
Hiram Barrios

Victoria Cirlot

Jesús Cotta

José Jiménez Lozano
Ángel Justo Estebaranz

Antonio Barnés